Fernando Negro
El misterio de la encarnación no termina propiamente con el nacimiento de Jesús. La encarnación, Dios que se hace uno como nosotros en Jesús de Nazaret se extiende a lo largo de la vida de Jesús hasta su muerte, y continúa a través del tiempo cósmico en su resurrección, y hasta el fin de los tiempos.
Jesús fue enseñado por sus padres como un niño judío cualquiera de su tiempo, en Nazaret. San José de Calasanz, en la hermosa oración por él compuesta, ‘La Corona de las Doce Estrellas’, lo dice clara y sucintamente: “Alabado sea el Hijo de Dios porque quiso ser educado por María en su infancia”. Aunque el acento es puesto en Maria, naturalmente José jugó su parte esencial.
¿Qué le habrían enseñado sus padres? Le habrían enseñado la historia de la salvación, le habrían aportado el testimonio de una vida religiosa transparente y sólida, una vida de piedad religiosa judía que comportaría el aprender de memoria ciertas oraciones y rituales, las prácticas del ayuno y la limosna, la belleza de saber abandonarse al Misterio que es siempre mayor que nosotros mismos, lo habrían llevado cada año al templo de Jerusalén, y sobre todo lo habrían arropado con su cariños de padres a través del cual Jesús iría vislumbrando la maravilla del Amor de su Padre.
Jesús aparece leyendo en la sinagoga de Nazaret: “Vino a Nazaret, donde se había criado y, según costumbre, entró el día del sábado en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron un libro del profeta Isaías, y desenrollandolo dio con el pasaje donde está escrito: “el Espíritu del Señor esta sobre mí, porque me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres. Me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos, y la recuperación de la vista a los ciegos; para poner en libertad a los oprimidos; para proclamar el año favorable del Señor. …”[1]
Y a continuación, ante la mirada atenta de todos, Jesús dice que “hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír.” Sin duda ninguna Jesús valoró la cultura de su pueblo y de su tiempo, aprendió los rudimentos de la lectura, la escritura y el cálculo, que son los rudimentos básicos que Calasanz quería que todos, especialmente los niños pobres, aprendieran desde la más tierna infancia.
El hecho de que Nazaret estuviera situada en la provincia de la llamada ‘Galilea de los gentiles’, por su falta de heterodoxia judía al estar entremezclada con otras culturas, favoreció que Jesús hubiera ensanchado su capacidad inclusiva y seguramente aprendió, además del hebreo, el arameo, el griego, e incluso el latín.
La lectura nos conecta con el universo, más allá de los límites de nuestras experiencias personales. Nuestra intrahistoria se conecta con la historia universal e incluso cósmica. Leyendo nos damos cuenta de lo mucho que aprendemos y de lo relativamente poco que sabemos y conocemos. La lectura aumenta la pasión por desear seguir aprendiendo.
Volvamos al icono viviente de Jesús leyendo en la sinagoga de Nazaret, aunque hay otros pasajes en los que se le ve enseñando en otras sinagogas.[2] Impresiona que nada más acabar de leer, Jesús toma conciencia de que esa palabra es Él mismo. Por eso dice que ‘hoy’, aquí ya ahora se cumple.
La lectura continua, hecha hábito permanente, ilumina la inteligencia y la hace sabia. Además fortalece el corazón mientras lo entrena para que sea gradualmente más capaz de amar. Deberíamos aprender del Galileo, por quien Calasanz tenía una gran admiración: mientras tenía un ojo puesto en el telescopio (la ciencia), el otro lo tenía puesto en la Palabra (la fe como experiencia de Dios).
Leer mucho y de manera asimilada es como conectarse con el universo entero. A través de la lectura adquirimos información que, asimilada nos va formando y conformando con una escala nueva de valores. Y así quedamos transformados, hechos personas nuevas que contribuyen a la transformación del mundo por medio de la gracia que actúa en nosotros y a través de nosotros.
“La Palabra se hizo humana, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria”[3] Para Jesús la palabra no es un elemento objetivable que se separa del yo personal, sino que se identifica con el ser real y profundo. Por eso mismo enseña en el sermón del monte que no hay que hablar mucho para ser escuchados por Dios, ni ser elaborados en el decir las cosas a los demás. “Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no. Todo lo que pasa de esto procede del mal.”[4]
Enseñar a una persona a percibirse, a sí mismo como amado y aceptado por lo que es, antes de que haga nada para merecerlo; es liberarlo y situarlo en el carril de la esperanza. Jesús usó la palabra, fue la palabra que hablaba y actuaba poniendo recto lo que estaba torcido, y llenando de luz lo que estaba oscurecido y enturbiado a fuerza de la ignorancia y la maldad.
Toda palabra que sale de dentro, con la fuerza de la convicción, desarrolla una corriente de energía que a nadie deja indiferente. Para ello se requiere la humildad, que es la virtud que nos sitúa en la realidad de lo que somos, sin apariencias. Es entonces cuando, como Jesús, leemos libros, artículos, etc., pero sobre todo leemos los signos de los tiempos a través de los cuales se escribe la sabiduría de Dios en la historia humana.
Calasanz invitaba en sus cartas a que los escolapios fuesen auténticos en lo que enseñaban y predicaban: “Si desea hacer fruto en la predicación, es necesario que sea muy humilde. De otro modo, son palabras sin espíritu, que no conmueven.”[5] “Aquellos sacerdotes que predican en la Iglesia practiquen algunos ejercicios de humildad. Para que no aumente en ellos la propia estima, viendo que producen en el prójimo mayor fruto externo. Que podría ser que el fruto del prójimo procediese más de la oración de los otros que del trabajo de ellos.”[6]
Poder leer es un instrumento que abre la mente a posibilidades infinitas de autonomía personal. Por eso la familia Calasancia se siente honrada de ser la pionera en la tarea de comenzar desde la infancia el empeño de la educación: “Dios quiera que entendiesen todos de cuánto mérito es ayudar a la buena educación de los niños, principalmente pobre, que de seguro se emularían para ver quién podría ayudarles más. Y halarían gran facilidad y consuelo en sus acciones. Porque el amor facilita el trabajo, y más cuando nuestro amor a Dios se refleja en el prójimo.”[7] “Debe estar lejos de nosotros meter la hoz en mies ajena. No sería poco saber humillarnos hasta la capacidad de los que educamos, a cuya instrucción nos ha enviado la santa Iglesia.”[8]
Es indiscutible que la espiritualidad Calasancia pasa por la pasión pedagógica que consiste en la pasión artística de querer formar seres humanos a imagen de quien los creó: libres, amorosos, conectados con la verdad, apasionados por su propio crecimiento, críticos ante sí mismos y lo que les rodea, apasionados por el Reino.
Calasanz es el primero en crear una escuela cristiana bien organizada, bien graduada en nueve niveles, comenzando por los chiquitines a quienes se les enseñaba a hacer la señal de la cruz y a identificar de manera individualizada las letras del alfabeto: “se tiene colgado un cartelón con el alfabeto, de caracteres bastante grandes, y el maestro va señalando con el puntero, una por una, las letras”[9]
Una vez cimentado este aprendizaje, el alumno pasaba al segundo nivel, a la clase llamada de lectura. El objetivo era introducir a los alumnos a la lectura básica, comenzando por el salterio. Y de este nivel se pasaba al tercero, que consistía en leer ya con libros normales.[10]
Terminamos esta parte con un comentario basado en la Sagrada Escritura: todo lo creado sale de la energía creadora de la palabra de Dios, tal y como aparece en el Génesis. Jesús es la Palabra que nos ha recreado por medio de su encarnación. Por tanto también en nosotros, para bien o para mal, la palabra tiene un poder enorme. Depende del uso que hagamos de la palabra crearemos en nosotros y en los demás un mundo hermoso o feo.
Todo depende de si la palabra que aprendemos a decir y a leer proviene de una bendición (decir bien) o de una maldición (decir mal). El buen educador, como Jesús y Calasanz, cuida mucho de la lectura de las palabras conscientes e inconscientes que lee en su interior y que pronuncia con sus labios. No todo lo que nos decimos y en lo que pensamos nos ayuda a crecer y madurar.
[1] Lc 4, 18-19
[2] Lc 4, 31-37; Mc 1, 21-28
[3] Jn 1, 14
[4] Mt. 5, 36
[5] DC 460; 26/08/1634
[6] DC 459; 29/09/1638
[7] DC 1120; 15/05/1638)
[8] DC 1236; 20/08/1636
[9] Documento Base de la Pedagogía Calasancia, “Documentum Princeps”(1610)
[10] Calasanz organizó los nueve grados de la estructura escolar comenzando por el grado noveno para acabar con el primero