Iglesia 500 revistas después – José Manuel Vidal

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Invierno y primavera. Dos palabras, que encarnan los dos ciclos que se han repetido en la Iglesia católica y que plasman en síntesis su devenir en estos últimos 56 años y 500 revistas después. Dos ciclos que nacen y giran en torno al Concilio Vaticano II, el gran evento eclesial que no sólo “aggiorna” a la Iglesia por dentro, sino que la hace pasar, en su relación con el mundo, del oscurantismo y la prepotencia de la “sociedad perfecta” a la transparencia y humildad de una institución concebida como “Pueblo de Dios”. De la pirámide al círculo. De la aduana al hospital de campaña.
Apenas dos meses después del nacimiento de la revista, el 25 de enero de 1959 el Papa Juan XXIII anuncia su intención de convocar un nuevo concilio ecuménico y deja perplejos a la Iglesia y al mundo. Sobre todo, porque, a diferencia de los demás concilios ecuménicos, el Papa Bueno quiso que su concilio fuese más pastoral y evangélico que jurídico y dogmático. En su imaginación, el Concilio sería un nuevo Pentecostés de los obispos, sucesores de los apóstoles, en torno a Cristo, para “aggiornar” la Iglesia, entablar diálogo con la modernidad y “abrir las ventanas de la Iglesia al mundo actual”.
Un Concilio así planteado era todo un riesgo, sobre todo porque Juan XXIII tenía el “enemigo” dentro. En efecto, los sectores clericales más potentes (los estandartes de la época invernal y antimodernista) creían que cualquier diálogo con el mundo moderno abierto a la naturaleza y misión de la propia Iglesia conduciría inevitablemente al colapso de la cristiandad. Más aún, la Curia romana se había osificado intelectualmente y no estaba dispuesta a que un Papa anciano y bonachón pusiese en peligro la barca de Pedro.
En cambio, el sector liberal de la Iglesia, muy minoritario, creía, con el Papa, que la Iglesia había abusado de la condena y había utilizado muy poco la misericordia. De esta forma, los dos bandos conciliares se enfrentaron desde su mismo comienzo. Por un lado los “liberales”, que apostaban por el cambio y, por el otro, los “conservadores”, opuestos a cualquier evolución eclesial.
En España se vivió el Concilio a regañadientes. Los teólogos y peritos españoles apenas aportaron nada y a los obispos les costó aceptar la dinámica conciliar. La nuestra era una Iglesia tridentina, que seguía soñando con ser martillo de herejes.
Y es que en aquella España del Caudillo, donde la cruz y la espada estaban perfectamente matrimoniadas, no era nada fácil aceptar un Concilio para abrirse al mundo moderno (enemigo del alma, junto al demonio y la carne) y, mucho menos, asumir la nueva visión de la Iglesia que iba surgiendo del aula conciliar.
Pero la primavera se impone y el Concilio acentúa la visión de la Iglesia como pueblo de Dios, y no como simple sociedad jurídica. Es decir, todos los católicos y no sólo la jerarquía tienen responsabilidad en la vida de la Iglesia, con lo que se pasa de una visión piramidal y autoritaria a otra más fraterna y comunitaria. De esta acentuación democrática surge la importancia dada, por ejemplo y en concreto, a las conferencias episcopales y a la colegialidad. Se crea el Sínodo en Roma, como consulta episcopal del Papa, y los consejos presbiterales y pastorales en las diócesis.
La liturgia se acerca al pueblo con las reformas y traducciones a la lengua vernácula. De una postura de encastillamiento en la institución eclesial se pasa a un reconocimiento claro y explícito de la autonomía de las “realidades temporales” y la Iglesia hace suyos “los gozos, las esperanzas, las tristezas y las angustias” de los hombres (GS1), con una proyección hacia los derechos humanos y hacia el compromiso con la justicia.
Además, la Iglesia redescubre que los laicos no son “cristianos de segunda” ni longa manus estratégica de la jerarquía. Son “pueblo de Dios” dinámico e itinerante, con una fuerte carga de fermento para influir en la sociedad. Y de la eclesiología y la antropología de comunión nace una nueva relación con la sociedad. Una relación de cercanía, de búsqueda conjunta de la verdad y la justicia en la corresponsabilidad.
La primera primavera estaba en marcha y continuaría durante casi todo el siguiente pontificado, el de Pablo VI, el Papa que concluyó y aplicó el Concilio, que se convirtió en un profundo respiro para la Iglesia católica. Fue como un horno encendido, a cuyo calor el metal del cuerpo de la Iglesia se volvió fluido para desprenderse de las adherencias de todo tipo que se le habían ido pegando a lo largo de los siglos. Un baño purificador del que salió no sólo limpia y purificada, sino diferente.
El Concilio significó un giro de ciento ochenta grados en la barca de Pedro. Se estrena libertad y se ejerce la contestación. Comienza a germinar un mundo nuevo y una Iglesia abierta, dinámica, en la que la gente joven se siente a gusto. Con sus guitarras, sus cancioneros-protesta y su militancia en la Acción Católica general y en los movimientos especializados (JOC y JEC, sobre todo), en los movimientos juveniles de las órdenes y congregaciones religiosas o vinculadas con ellas, y en la pastoral juvenil parroquial, muy abierta y encarnada en la realidad social, aunque quizás menos comprometida en la lucha política y en el cambio social, objetivo prioritario de los movimientos especializados.
El caso es que a lo largo de estos años postconciliares, la Iglesia española con su jerarquía a la cabeza sufre uno de los mayores cambios en su ya larga historia. Un cambio superior al de las restantes Iglesias europeas o, al menos, más rápido. Porque, mientras la transformación de las iglesias centroeuropeas, de habla francesa y alemana sobre todo, se produjo en cincuenta años (1925-1975), en España tiene lugar en menos de una década (1965-1971).
La histórica evolución eclesial, que culmina en la Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes de 1971, tiene su motor en el recién terminado concilio. Desde la Conjunta a la homilía del cardenal Tarancón de 1975, ante el Rey en los Jerónimos, la Iglesia española adquiere una nueva imagen, suelta lastre reaccionario y logra de nuevo el prestigio perdido.
Tarancón y la neutralidad eclesial
La siguiente etapa es “la de la transición” y abarca de 1975 a 1978. Es la etapa en la que se ponen en marcha unas nuevas relaciones Iglesia-Estado basadas en “una sana independencia y mutua colaboración”. Es la época dorada del cardenal Vicente Enrique Tarancón, que consagra el principio de la neutralidad: la Iglesia como instancia de autoridad moral, que no se mezcla en la política partidista. Un principio que le reportó excelentes resultados en credibilidad y, por lo tanto, en imagen y en influencia social.
La etapa siguiente es la de la “involución” y abarca de 1978 a 1985. Es la etapa en la que, según el sociólogo Rafael Díaz Salazar, la jerarquía española “toma una postura regresiva, miedosa y desafortunada”. Postura auspiciada por los nuevos vientos que soplan de Roma, tras la llegada al solio pontificio de Juan Pablo II, tras el breve intervalo de Juan Pablo I, “el meteorito”, porque su pontificado sólo dura 33 días. La línea conservadora de Juan Pablo II en lo dogmático, moral y disciplinar, con aperturas en el dominio de lo social, se advierte desde el primer año de su pontificado, dentro de un estilo de gobierno personal y no sinodal. La Iglesia cierra filas y se echa en manos de los nuevos movimientos neoconservadores y restauracionistas, nostálgicos de un pasado que se idealiza.
Termina la primavera conciliar de Juan XXIII y Pablo VI (con la coda del Papa meteorito) y comienza el invierno de la involución de Juan Pablo II y Benedicto XVI, que duró nada menos que 35 años, desde 1978 al 2013.
La involución en la Iglesia católica, impuesta desde Roma, encuentra en España dos adalides consumados. Primero el cardenal Suquía y, después, su “ahijado”, el cardenal Rouco Varela. En esencia, la involución consiste en “congelar” el Concilio, su espíritu y sus propuestas. Una estrategia que se va imponiendo en la Iglesia española poco a poco, para alcanzar su culmen en 1985, con la llegada a Madrid del Nuncio Mario Tagliaferri. Con un plan perfectamente diseñado en la Curia romana: cambiar la faz del episcopado español. Este plan para “meter en cintura” a la Iglesia postconciliar española descansa en tres pivotes: copar la cúpula de la Conferencia, remodelar por completo el mapa episcopal y acallar a las voces díscolas, encarnadas sobre todo por teólogos, revistas y movimientos juveniles.
Tras conquistar la CEE con el cardenal Suquía, Tagliaferri se dedica a nombrar obispos a clérigos que brillan esencialmente por su seguridad doctrinal y por su docilidad y sumisión a las consignas de Roma. Con un total de sesenta cambios en las sedes episcopales. Los últimos de Tarancón (Díaz Merchán, Úbeda, Torija, Yanes, Conget, Echarren, Osés…) quedaron “congelados” en sus respectivas diócesis. Y comenzaron a llover los obispos “seguros”.
Tras las mitras, le llegó el turno a los teólogos (condenados por decenas), a las revistas de teología y pastoral (también laminadas, véase el caso de ‘Misión abierta’ de los claretianos) y, en general, al movimiento juvenil católico. Encarnado en los movimientos especializados y en la pastoral juvenil parroquial y congregacional, pronto se dio cuenta de que estaba siendo marginado, cuando no abiertamente condenado. Ya no se llevaba la militancia ni el compromiso. Se estaba pasando del modelo juvenil comprometido de “levadura en la masa” a otro mucho más espiritualista, encerrado en sí mismo, sin encarnación, que daba la espalda a los signos de los tiempos y se nucleaba esencialmente en torno a los nuevos movimientos neoconservadores.
Las milicias de Dios
Tras un período de “anestesia generalizada”, las bases católicas se rearman. Surgen plataformas y asociaciones como setas. La Red hierve de nuevas iniciativas católicas. Están decididos a plantar cara con todo tipo de iniciativas a sus dos enemigos declarados: la secularización y el PSOE. A su juicio, la galopante secularización sume a España en la indiferencia religiosa y el partido socialista quiere cortar de cuajo las raíces católicas del país. Son las “nuevas divisiones” del Papa. El nuevo “brazo largo de la Iglesia” con sus capitanes, sus frentes, su estrategia y su artillería. Los obispos le ceden el protagonismo de la presión.
Se trata de asociaciones de primera, de segunda y de tercera generación. Las de primera generación se nuclean en torno a la antigua Acción Católica. Durante la dictadura fue el “brazo largo de la jerarquía”. Se hundió en la Transición y parece volver por sus fueros. En esos momentos englobaba a unos 80.000 militantes.
Tras el Concilio surgen y se van afianzando poco a poco los nuevos movimientos neoconservadores: Opus Dei, Comunión y Liberación, Neocatecumenales, Legionarios de Cristo, Focolares, Carismáticos… Apuestan por los laicos y su implicación en la vida social y política. Muy conservadores, pero bien formados y muy metidos en el tejido social, pueden movilizar hoy en España más de 200.000 miembros militantes. Son las asociaciones de segunda generación.
Las asociaciones católicas de tercera generación son hijas de Internet. Surgen, en su gran mayoría en esta última década y crecen sin cesar. No suelen estar reconocidas canónicamente por la Iglesia. Algunas se proclaman incluso aconfesionales. Pero su ideario es netamente católico y sus líderes, también. Se publicitan en la Red con campañas masivas de mucho éxito. Y, según dicen, pueden movilizar a millones de seguidores.
De la mano de este “ejército”, el cardenal Rouco Varela plantea, a partir de 1994, una presencia beligerante de los católicos en la vida pública. El modelo eclesial-pastoral consagrado por Rouco es el de la exhibición del músculo en plazas (Colón, Cuatro Vientos con la JMJ) y calles (manifestación contra el matrimonio gay, a la que acudió el cardenal de Madrid, capitaneando a una treintena de obispos, en un gesto nunca visto en la Iglesia española y que, seguramente, no se volverá a ver) y grandes concentraciones. Es la fe en forma de espectáculo masivo. El intento de convertir a la JMJ en un nuevo y formidable instrumento de evangelización. Para unos, una meta conseguida en 2011 en Madrid. Para otros, fuegos fatuos y mercadotecnia sin evidentes frutos pastorales.
Con Francisco, una nueva primavera
Pasados más de 30 años, la apuesta neoconservadora de la Iglesia se demostró perdedora: las iglesias se vaciaban y la secularización y descristianización avanzaba más que nunca. Cisma silencioso, sangría constante de fieles hacia la indiferencia religiosa, que los nuevos movimientos no consiguieron frenar. Su modelo de Iglesia involutivo, doctrinario, rígido y basado en seguridades no dio resultados. Toca cambio de modelo y el péndulo eclesial sale del invierno y vuelve a la primavera con la elección de Jorge Mario Bergoglio.
Una primavera, la de Francisco, en la que los jóvenes católicos siguen siendo la punta de lanza. Pero todos los jóvenes. No sólo los de los movimientos. No sólo los encuadrados. Todos los que quieran “armar lío” y ser testigos.
Porque lo que Francisco hace, desde su llegada al solio pontificio, es romper con la Iglesia triunfante. Y con la liturgia de los paramentos recamados. Un Papa que, con su vida, proclama un nuevo estilo de sencillez, austeridad, ternura y misericordia. Francisco sabe que el mundo de hoy y la juventud actual piden a la Iglesia testigos más que maestros, testimonios más que bellas palabras. Y, por supuesto, máxima sobriedad en tiempos de crisis y de pobreza.
Francisco no prescinde de la JMJ, pero le da una vuelta de tuerca: la dota de contenido y de profecía por medio de sus gestos, que son más que encíclicas. Galvaniza y seduce a los jóvenes, pero no para enviarlos a conquistar el mundo o imponer una doctrina, sino a servirlo y a contagiarle la esperanza y la alegría del Evangelio.
Una Iglesia sin jóvenes es una Iglesia sin futuro. Recuperar a las nuevas generaciones es el gran reto de Francisco y de su pontificado. Convencer a los jóvenes que la fe no quita nada y lo da todo. Que ayuda a crecer, a ser feliz y a construir un mundo más humano y más justo. En esa dinámica ya ha dado el primer paso: cambiarle la cara al papado y hacer atractivo al mensajero. “Este Papa mola”, dicen los jóvenes. “Ésta es la juventud del Papa”, fue el lema más coreado (en español y en portugués) durante la JMJ.
Desde esa simpatía conquistada en pocos meses, Francisco sigue sembrando su revolución tranquila. El primer paso está dado. Pasar de la Iglesia ogro, mal encarada y prepotente a la Iglesia tierna, alegre, sencilla, risueña, compasiva y samaritana. De la Iglesia del no a la del sí. De la Iglesia gruñona y del semáforo siempre rojo a una Iglesia compañera de camino, que pisa barro y trabaja a pie de obra.
Limpiado el canal de transmisión, queda convencer. Y para eso Francisco utiliza dos medios: el testimonio y las propuestas concretas cargadas de positividad. Francisco tiene “ángel”, arrastra masas (diversas en su composición) y seduce. Éstas son algunas de las razones por las que el Papa Francisco encandila a los jóvenes:
-Un Papa con cuerpo
Ni ángel ni espíritu, hombre. Alejado de la sacralidad distante, se torna tan humano que parece uno más. Abraza de verdad, besa con pasión, manifiesta sus emociones. Un Papa que toca, que no abomina de la corporalidad, que no estrecha la mano y la deja flácida como muchos otros. Un Papa que ríe, llora, se alegra y deja traslucir sus estados de ánimo, sin ocultarlos recatadamente cual devota piadosa. A muchos eclesiásticos los educaron para negar el cuerpo y, en muchos casos, eso mató su alma, que se quedó fría, entre nubes y alejada de la realidad. Corazones secos, que no saben amar con todo su ser.
-Un Papa que predica con el ejemplo
Predica y da trigo. No pide a nadie lo que él no hace o intenta hacer primero. Va por delante. Testigo más que maestro. Consciente de que las nuevas generaciones están hartas de bellas palabras, lo fía todo al testimonio. Sabe que los jóvenes huyen de los líderes (religiosos, político y sociales) que les dicen lo que tienen que hacer, pero ellos no lo hacen. Están hastiados del “haz lo que te digo, pero no hagas lo que hago”.
-Un Papa que propone altas metas
Francisco muestra a los jóvenes la conexión vivida con los grandes valores evangélicos y humanos: austeridad, fraternidad, verdad, compasión, misericordia, justicia y dignidad. Metas altas, grandes sueños. Y ahí conecta con los indignados y los círculos de Podemos. Y les ofrece vías de salida y esperanza. Francisco, el indignado que, con palabras suaves, lanza cargas de profundidad brutales contra el poder. Todo tipo de poder, desde el político al religioso, pasando por el financiero. Y los jóvenes, hartos de la corrupción, buscan sueños que cumplir. Si uno no es revolucionario a los 18…Y el papa les propone una “fe revolucionaria”, capaz de hacerles felices como personas y de transformar el mundo.
-Un Papa auténtico
Sin trampa ni cartón. Transparenta lo que es. No actúa, no escenifica. Deja que le salga de lo profundo de su alma lo que es, lo que piensa y lo que siente. Francisco muestra a los jóvenes la hondura de la autenticidad y del “menos es más”. Menos consumo, menos poder y más entrañas de misericordia. La felicidad no se compra. Por la dignidad se lucha.
-Un Papa valiente
Francisco se arriesga, se expone. No tiene miedo a morir. No es ningún kamikaze, pero sabe que los profetas, los auténticos profetas, terminan todos en la cruz. Como Romero o Ellacuría. Como Pedro y como el propio Cristo. Y a los jóvenes les gustan los líderes valientes, que no se esconden, que no se arrugan, que se la juegan frente a los poderosos, esos que, cuando alguien pone en riesgo su acumulación de riqueza, toman medidas y no se andan con chiquitas. Francisco no quiere papamóvil blindado. Va a pecho descubierto en el papamóvil o en un pequeño utilitario. Se arriesga, se mete entre la gente, está dispuesto a seguir a Jesús hasta el final, hasta entregar su propia vida.
-Un Papa humilde
No va de líder, reconoce sus limitaciones, pide perdón por sus errores, se presenta más como un cura de pueblo y el “obispo de Roma” que como el Papa poderoso-Vicario de Cristo en la tierra. Y para demostrarlo prescinde (en cuanto puede) de honores y oropeles, se ríe del protocolo, rompe esquemas. Viste y vive con sencillez. No quiere ni busca privilegios. Los jóvenes están cansados de líderes arrogantes, mandones, insolentes, subidos al altar del poder desde el que pontifican. Francisco desacraliza el papado y lo convierte en un servicio. Servus servorum Dei, el siervo de los siervos de Dios, el que más sirve.
-Un Papa que habla claro
No se anda con rodeos ni con circunloquios teológicos, para decir sin decir y sin molestar a los poderosos. Va directo al grano. Utiliza un lenguaje de titular: sencillo, claro, directo, ameno. Con un lenguaje icónico. Habla en parábolas como Cristo. Utiliza palabras-fuerza con alto contenido simbólico: esperanza, ternura, misericordia, periferias, pobreza… Dice verdades como puños y sin remilgos. Y cuando quiere movimiento eclesial y Evangelio transformador, dice que quiere “jaleo, lío, follón”. Deja los términos abstractos y escolásticos para los teólogos. Él quiere llegar (y cómo llega) a la gente sencilla, a esos de los que Cristo dijo que es su Reino.
-Un Papa de gestos
Y a su lenguaje directo y sencillo une gestos elocuentes, que valen más que mil palabras. En la era de lo gestual, los jóvenes se comunican con emoticones, con símbolos, con eslóganes y con gestos. Como el Papa que hace la V de la victoria o levanta el pulgar en señal de alegría. O abre bien los ojos al reconocer a alguien entre la multitud. O dice misa en Lampedusa, la isla de los desheredados africanos en busca del paraíso perdido europeo, con un báculo de dos simples maderas de cayuco. Y sólo ése gesto es una encíclica. Gestos que llegan a los jóvenes más, mucho más que las encíclicas.

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