Giacometti en El Prado – Juan Saunier Ortiz

Advierto que esta foto no debería existir, porque en El Prado está prohibido fotografiar. En otros grandes museos de pintura, no. Yo lo califico de incalificable, pese a ser Amigo del Museo. Si hubiera podido, me hubiera traído un puñado de instantáneas, todas de rostros. En este robado me pudo la fascinación por la presencia atemporal y dialogante del varón resucitando –tan aéreo– y la mujer alzándose –tan frágil–, de los que no haré más comentarios por no entrar en teologías que estropeen el espléndido intercambio.

 

Coincido con lo que dice Natividad Pulido en la reseña de ABC digital que he leído el 9 de abril de 2018 cuando señala que “hubiera sido preferible hacerle caso a Giacometti, que prefería ver sus esculturas directamente sobre el suelo; habrían pasado más inadvertidas, como si fueran unos visitantes más del Prado”. Así percibo yo las obras del artista suizo, como acompañantes, con los que incluso en algún museo foráneo he hecho amago de caminar al lado. Por eso, siendo sincero, debo decir que lo que me más me disgusta en mis recurrentes paseos por estas galerías es la solemnidad con la que la extraordinaria pinacoteca ha aleccionado a los vigilantes de sala, que parecen monseñores subidos al púlpito cuando avisan y reconvienen: ningún beneficio se añade al hipostatizar los lienzos o las esculturas, rodeando el disfrute de los profanos y la fascinación de los acólitos de una suerte de liturgia incomprensible o sospecha ridícula, que –digámoslo claramente– son lo mismo. Cuanto impide la contemplación relajada se contrapone a la manifestación de lo bello como esplendor de la verdad.

 

Tras esta digresión, vuelo al modelado “arcilloso” de Giacometti, que me trae al recuerdo ese elocuente versículo del Génesis en el que Dios forma a la mujer (Gn 2,22). Qué hermoso ser formado por unas manos, pienso. Sumido en esta reflexión tardo en caer en la cuenta que nunca había reparado como hoy en la enorme belleza de El lavatorio de los pies de Tintoretto: he necesitado tener delante el espléndido contrapposto de varias giacomettianas Mujeres de Venecia. El diálogo entre distintos y complementarios confiere un nuevo sentido a las cosas, está claro. Todo ha sido posible por el acierto de quienes han decidido la ubicación de las obras. Voy y vengo, miro y remiro, y me certifico que el arte es arte sin apellidos ni denominaciones de origen ni categorías. El arte es bueno o no es arte, y se reconoce así mismo entre iguales tan diferentes, algo así como los humanos nos vemos reflejados en otros humanos aunque tengamos distinta procedencia, cultura, rasgos, época, opinión…

 

¡Qué espléndida conversación sin palabras! ¡Qué valor el de gestos tan dispares!

 

No entiendo gran cosa de arte, aunque me declaro devoto de exposiciones y lecturas de/sobre artistas. Una vez tras otra me quedo boquiabierto, cada vez con más frecuencia. He llegado al punto de estar cordialmente de acuerdo con esa frase ‘epigráfica’, tan ingenua y cierta en su incomprensible verosimilitud, del príncipe Mishkin en El Idiota de Dostoyevski: «la belleza salvará el mundo». No menos que con esa otra del autor ruso en Los hermanos Karamazov, la que dice: «lo espantoso es que la belleza es misteriosa como también terrible; Dios y el diablo están luchando ahí y el campo de batalla es el corazón del hombre».

 

Este campo de batalla dominical que soy yo se vuelve a casa a preparar la comida, previo paso por la librería del museo. Pico y compro: Cinq méditations sur la beautè (François Cheng).  ¿Será que el arte plástico es esa palabra indecidible que se hizo visión porque es indecible? ¿No será esa la razón de que el mismísimo Dios tomara forma? Debe ser así, por eso la respuesta a la belleza, que es Dios mismo, no puede ser sino el puro silencio y la contemplación.