FARDOS MÁS QUE MALETAS – Julián Muñoz Pérez – CRISMHOM)

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Julián Muñoz Pérez – CRISMHOM)

julian.mp@crismhom.org

Vamos a llamarlo Eduardo, un joven de unos 25 años. Acaba de llegar hace algunas semanas a España desde Hispanoamérica. Sin embargo, Eduardo no está aquí de turismo, tampoco para estudiar o trabajar. Eduardo ha venido a hacer un viaje —con solo billete de ida— de encuentro consigo mismo, aunque más tortuoso de lo que en principio aventuraba. Lleva meses intentando poner nombre a su propia orientación afectiva y sexual, lidiando por descubrir esos sentimientos que ya no puede sofocar en su interior, y que, lamentablemente, en su país de origen lo condenarían a una vida de rechazo familiar y laboral y, lo que es peor, a ser una propicia víctima de violenta homofobia. Eduardo, recién llegado a Madrid, recaló primero en un ambiente —¿cristiano?— que lo invitó a participar de un «proceso de sanación» de su atracción hacia el mismo sexo (AMS, la tan terrible sigla que es la antesala de una «terapia de conversión», penalmente perseguida en nuestro país, pero, por lo que se ve, aún arraigada en ciertos grupos eclesiales). Fueron días de mayor decepción, de experimentar una frustración terrible por haber dado el salto al charco para, al final, no poder alcanzar una cura que se antojaba insoslayable. Providencialmente, Eduardo acaba acercándose a una parroquia de jesuitas con los que inicia un diálogo sosegado y gracias a los cuales se pone en contacto con nuestra comunidad. Eduardo no quiere denunciar a quienes lo indujeron hacia la mal llamada terapia. Ahora mismo, lo que desea es ir desembarazándose de los pesados fardos que siguen cargando sobre sus espaldas los fariseos 3.0 del siglo XXI. Al menos ahora ha conocido a sus iguales, a otros jóvenes LGTBIQ+ con experiencia de fe y de Iglesia, de familia y de proyectos vitales ilusionantes. Jóvenes como cualquier otro, alejados de estereotipos de drogadicción, vicio y perversión. Y es desde ahí desde donde quiere que comience a arraigar una nueva vida.

La historia de cada día

Este tipo de relatos personales son más cotidianos de lo que parecen en nuestra comunidad. Con CRISMHOM contactan, a través del servicio que presta El Amigo Que Escucha, personas de todo el mundo —especialmente de Hispanoamérica— inquietas por encontrar un modo de conjugar su fe con su identidad de género o su orientación afectivo-sexual. La realidad migrante es palpable en cada encuentro y celebración: de hecho, nuestros dos últimos presidentes han sido un italiano y un hispano-argentino. En CRISMHOM no es nada difícil cruzarse con personas de Brasil, Honduras, México, Costa Rica, Camerún, China, El Salvador, Reino Unido, Venezuela, Jamaica, Países Bajos, Portugal… Gracias a esa diversidad hemos conocido los testimonios de mujeres trans que han sufrido abusos sexuales en sus países; de hombres gays que han tenido que pedir asilo o refugio en España por haber sido violentamente agredidos o estar amenazados de muerte en sus lugares de origen; y de no pocos jóvenes que han preferido venir a probar suerte en un país donde no van a estar estrictamente vigilados por su entorno familiar más cercano. Recomiendo encarecidamente a quien le interese y pueda que lea el capítulo que Pablo Romero Buccicardi le dedicó a Rodrigo, un chico gay camerunés, en su libro Caminos de reconciliación (PPC, 2021). Al dolor de todo migrante, al mal de la tierra —que eso es lo que significa nostalgia—, de tener que dejarlo todo para empezar desde cero, se une, en no pocas ocasiones, la obligada ruptura de ligámenes afectivos con la familia y los amigos por no poder ser aceptados tal y como son. «Cada vez que llamo a casa, mi madre, que es la única que me agarra el teléfono, se echa a llorar. Mi padre y mi hermana ni quieren hablar conmigo, mucho menos saber de mi novia y de mi nueva vida acá en España. Si no vuelvo casada con un hombre, prefieren pensar que estoy muerta», me contaba hace unos meses una joven bisexual de Hispanoamérica. 

Una nueva casa, una nueva familia

El contacto entre migrantes siempre ha sido un bálsamo para lenificar la dureza del exilio. Recuerdo las historias que relataban mis tíos sobre los españoles en Hannover y en Ginebra, allá por los años sesenta del siglo XX. Tener un local donde reunirse, donde celebrar las fiestas de la madre patria, era para ellos el modo de mantener vivo el recuerdo de un país al que, aun volviendo años más tarde, ya nunca regresarían. Quienes hemos tenido la experiencia de vivir lejos de casa por un tiempo (un Erasmus, unas prácticas, una beca en el exterior) sabemos que manejamos desde ese momento como dos registros distintos, y que esas bifurcaciones en el camino raramente vuelven a cicatrizarse.

Por eso es muy importante brindar a los migrantes LGTBIQ+ (especialmente a los más jóvenes) espacios y momentos donde hablar y compartir sus vivencias, comunes, pero al mismo tiempo tan alejadas, de las de los jóvenes LGTBIQ+ del país al que llegan. Basta con organizar una cena de Navidad o de Nochevieja, o un taller de bailes latinos, o un cinefórum, para permitirles encontrar una nueva familia y una comunidad en la que pueden sentir seguridad, acogida, acompañamiento y cariño. Muchos de ellos precisan además de asistencia social o terapéutica, y desde la comunidad intentamos crear red con otras instancias que puedan apoyarlos. No pocas veces son ellos mismos quienes generan esos vínculos especiales y originan amistades profundas, porque el que nada tiene nada tiene que perder, dándonos un ejemplo a quienes vivimos en la comodidad de manejarnos en nuestro propio país.

Porque fui extranjero y me acogisteis

Estoy acabando de redactar estas líneas cuando se pone en contacto conmigo un amigo sacerdote, párroco de una emblemática iglesia del centro de Madrid. Acaba de llamar a su puerta un joven homosexual afgano, sin hogar, seropositivo, y en búsqueda de asilo. La máquina se pone en marcha, las puertas, apenas llamas, se van abriendo. La ONG Migrantia, especializada en personas LGTBIQ+, nos brinda asistencia legal y social. Cáritas se encarga de buscarle un techo. Ser una persona LGTBIQ+ sigue suponiendo un peligro para la integridad, la dignidad y la vida de las personas en muchos países del mundo. Por eso llama la atención la postura de algunas comunidades eclesiales, como la ugandesa, que apoya encarecidamente las políticas lgtbifobas del gobierno de Yoweri Museveni. Para una buena parte del fundamentalismo cristiano —permítaseme el oxímoron— de corte neoliberal el combate contra lo que denominan ideología de género refulge en este tipo de legislaciones que buscan defender y amparar los derechos de la familia —como si el mensaje evangélico hiciera de ella su eje vertebrador, y no del anuncio del Reino de Dios—. Silenciada entre las causas clásicas de la migración —el hambre, la pobreza, la persecución, el racismo, la guerra— queda la lgtbifobia, que se abre paso incluso entre sociedades que presumen de democráticas y avanzadas, generando incluso movimientos transeuropeos. Una vez más, echaremos de menos en las preces de la liturgia la oración por los perseguidos, amenazados y asesinados por su orientación afectivo-sexual o su identidad de género; pero al menos nos queda la esperanza de poder escuchar algún día a Aquel que invita a su banquete eterno decirnos aquello de «venid vosotros, benditos de mi Padre, porque fui extranjero y me acogisteis».