¿Hasta qué punto nos influyen los entornos donde nos movemos? ¿Nos influyen también en nuestra experiencia religiosa? Lo cierto es que las neurociencias nos van descubriendo que nuestro cerebro capta más de lo que nosotros nos damos cuenta. La memoria inconsciente incide en nuestra forma de percibir la realidad y de procesarla en nuestro interior.
Nuestra percepción, que es tridimensional y multisensorial, no solo atiende a lo vocal como podemos pensar a veces cuando rezamos, sino que recoge gran cantidad de información sobre el acontecimiento que se está produciendo en un instante concreto. Por otro lado, la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner nos ha mostrado que nuestro crecimiento interior se debe a múltiples experiencias que interactúan entre ellas y se procesan en nuestro interior aumentando en nosotros las posibilidades de comprensión del mundo.
También en la experiencia de lo transcendente sucede esto. Nos damos cuenta de que ampliar las formas de acceder al Misterio de Dios nos enriquece y madura la propia vivencia interior. Y en ello el entorno tiene un papel fundamental de motivación en la percepción de la dimensión trascendente de la realidad. Al igual que a finales de la Edad Media se desarrolla una arquitectura de la luz de Dios, donde la luz de las vidrieras transforma la atmósfera interior de la de la catedral gótica, así hoy, la neuroarquitectura nos invita a plantear perspectivas inéditas que rompan la percepción del tiempo y del espacio que habitamos cotidianamente. Se trata de crear un nuevo orden de las cosas, desde lo humano a lo divino, que potencien la expresión y la transgresión de nuestros códigos lógicos hacia un más allá en lo cotidiano.
Existen precursores en este trabajo como Tadao Ando. Este arquitecto trabajaba con contenedores desprovistos de toda ornamentación más allá de la luz que se colaba en su interior. Por ejemplo, la iglesia de la Luz, en Osaka (1989) (ver foto 1), construida toda ella de cemento y con una sola ventana en forma de cruz que transformaba el ambiente en un ámbito casi irreal, situando al creyente en otro nivel de la realidad. Ando retomó las fuentes básicas de simbología del ser humano (luz, vacío, oscuridad, agua, naturaleza…) para producir un lenguaje nuevo, un código actualizado que resignificaba el lenguaje sensible-espacial de nuestro tiempo.
Ser conscientes de que los códigos visuales y espaciales han cambiado pone en evidencia la necesidad de revisar determinados espacios de nuestras casas, comunidades, parroquias o colegios, que carecen en muchas ocasiones de una ambientación adecuada que sintonice con los códigos actuales de comprensión de la realidad. Controlar el nivel de luz, mantener la temperatura y la humedad adecuada, modificar los niveles de ruido, acondicionar el mobiliario, puede resultar del todo ventajoso para crear atmósferas de encuentro con Dios. También la implicación del espacio en la vida de los que van a usarlo, su frecuencia de uso y su situación en las rutas cotidianas de tránsito. No es necesario ser grandes arquitectos para cambiar un espacio donde el corazón pueda conectar con Dios, tan solo hay que seguir tres principios:
- La habitabilidad, es decir, que el espacio permita ser habitado, que me acoja, me permita estar a gusto y no tener sensación de marcharme rápido. Debemos evitar espacios donde se pasa frío, demasiado grandes, con asientos incómodos o ásperos… Cuidar la calidez de sus colores y combinación, sin abarrotar su decoración, ya que distraería de lo más importante (ver foto 2).
- La conectividad, es decir, que se debe diseñar para las personas específicas que lo van a usar o pasar por él. De esta manera, utilizar códigos visuales conocidos nos ayuda a identificarnos con ellos y sentirnos en un espacio propio, familiar: cojines, alfombras, imágenes actualizadas… (ver foto 3).
- La reciprocidad, es decir, diseñar espacios no solo desde la perspectiva propia, sino dar participación a los que lo van a habitar. Colaborar en su construcción, ambientación y diseño… Los que crean el espacio así se identifican con él, pero en él también identifican al otro, generando un espacio comunitario que favorece el intercambio y lo celebrativo comunitario.
Con ello, establecemos un nuevo diálogo con el entorno, creando lugares de vivencia pero también de aprendizaje de la fe. Nuestra experiencia, cerebro y corazón, que fluye y se modela constantemente, necesita de estos estímulos exteriores que pueden ser brechas hacia lo sagrado.
Por último, es necesario también re-pensar los «espacios residuales», es decir, rincones, pasillos, escaleras… Cualquier lugar es un buen lugar para encontrarse con Dios, cualquier rincón nos estimula para su vivencia positiva, en cualquier espacio podemos hacer presente su amor en nosotros (ver foto 4). No se trata de exponer lugares intocables para no ser estropeados, se trata de vivir esos espacios y renovarlos en el día a día, para mantener viva la llama de la presencia de Dios en ellos.
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1. Iglesia de la Luz, Osaka; Japón.
2. Oratorio del colegio Corazón Inmaculado, Madrid. Fundación Educación y Evangelio.
3. Oratorio del Centro Universitario Cardenal Cisneros, Alcalá de Henares, Madrid.
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