EUSEBIO, SÍSTOLE Y DIÁSTOLE Descarga aquí el artículo en PDF
Inmaculada Luque
Hace tiempo que la comunidad tiene muy claro que no basta con beber de Él, con buscar su rostro y contemplarle, sino que, en nuestro mismo ADN, en la misma llamada a contemplarle está la urgencia por llevar su amor a los demás. Eso nos requiere muchos equilibrios, un ejercicio continuo, tanto personal como comunitario, de discernimiento, pero esta llamada, a contemplar y a hablar de Él, nos da mucha alegría, trae muchos frutos en nuestra vida.
Uno de esos frutos es Eusebio. Nosotras, monjas de vida contemplativa, quisimos discernir la posibilidad de tener una experiencia de misión, de «itinerancia», que lo llamamos nosotras, donde un pequeño grupo de nosotras pudiera vivir nuestra vida, por un tiempo, en algún lugar sencillo, donde poder estar cerca de personas y de realidades que de otro modo no llegarían al monasterio. Y cuatro hermanas nos montamos en un avión, vamos a decir que era una imagen de este deseo de dejarnos llevar bien lejos por su Espíritu, de hacernos ligeras para que Él sople en nuestra vida.
La misión nace siempre de dentro, brota de un tiempo de oración, de inquietud, de búsqueda. Cuando uno va a un sitio, hace tiempo que lleva rezando por todas esas personas, en realidad. A base de deseos, de súplicas, de temores confiados en Él, el corazón va haciéndose hueco, va ensanchando el espacio de su tienda, para muchos nombres, para nuevos rostros, para superar incertidumbres y tropiezos que una vez allí, llegarán.
Y Eusebio, de corazón grande y apaleado, lleno de cicatrices en la piel y en el alma, andaba por allí, nos tropezamos con él en nuestra primera inspección a la zona de la parroquia. Nosotras no creímos hacer gran cosa, pero le miramos bien, le miramos queriéndole, y esta cosa tan sencilla es, quizás, la única cosa importante que una persona puede hacer por otra. Le miramos así porque también creímos que en su corazón había bien, que en él también Jesús habita y siempre le acompaña. Preguntarle cómo se llega al obispado es lo único que tuvimos que hacer, y dejarnos guiar por él, dejar que él nos acompañara. Dejar que el pobre nos diera, que el malote nos guiara, romper alguna defensa interior. Desde entonces, se convirtió desde la distancia en el mejor protector en aquel lugar. Él, que no entraba en la Iglesia porque pensaba que eso no era para él, sino para la gente guay, para la gente bien, apareció tímidamente en el último banco en la hora de vísperas. Eusebio, ven más arriba, ven con nosotras a rezar, y le acercamos un libro. No, hermana, yo no sé leer, pero me quedo aquí a rezar con vosotras.
Ahora, al pasar de los meses, le tenemos por casa durante un tiempo, por el monasterio, donde nosotras volvimos, y donde él está de visita en la hospedería. Viene porque algo ha conocido en nuestra vida, a lo que él con toda sinceridad llama el amor de Dios, que es muy grande. Quiere dejar la vida chunga en la que está y aquí, entre sus trabajos del campo, el diario quehacer, con una vida equilibrada con el silencio, la compañía, el trabajo, el descanso, la oración está feliz, está pletórico. Cada día, cuando voy a saludarlo, me canta un Magnificat, el suyo propio, hace la alabanza del Dios que no se olvida de los pobres.
Contemplar y dar lo contemplado. Beber en Él y dar de esta agua a otros. Con estas palabras nos identificamos, de esas mismas palabras bebemos nosotras. Como el mismo corazón, que primero abre sus puertas para dejar que el espacio se llene y después las abre para dejar que esta sangre llegue a todo el cuerpo, en el movimiento de dejarse llenar, en el dejar partir. Sístole y diástole. Así podríamos entender que funcionamos nosotras, como un corazón. Vivimos pendientes de Él, como la tierra seca que es el corazón de cada hombre, de cada mujer, necesitamos llenarnos de su palabra para vivir, de su palabra que nos explique la vida, que la ilumine. Vivimos pendientes de su rostro, de poder reconocerle a través de todas las ranuras de la existencia, de todos los detalles en los que se asoma, en todas las sonrisas, en los atardeceres, en todos los rostros amables y las manos frágiles. Necesitamos que nos dé su misma vida en su Iglesia. Pero no podemos quedárnoslo, sería como el agua que se estanca. Que otros beban, que otros sepan que son amados, que hay Dios, que hay un amor que vence la muerte y toda la finitud de la existencia, que hay Cristo, que se entregó por él.
Pero voy más allá, ¿no es esa, en realidad, el corazón de toda llamada cristiana? ¿No es eso a lo que tú también, de un modo u otro, te sientes llamado? ¿Pues no deseas tú también más Dios en tu vida? ¿No deseas acaso reconocer el rostro de Jesús que viene a buscarte en los acontecimientos concretos de tu vida? ¿Y es que tú, que has conocido eso, no deseas llevarlo también a los demás, no es esa la verdad más grande de todo hombre y de toda mujer?
De manera misteriosa y sorprendente, el Espíritu tiene un camino único para cada persona, un sendero único en donde saberse amado y donde se da la posibilidad de amar, esta es en verdad la vocación. Que tú también vivas así, en sístole y diástole, que le encuentres en tu vida, y que tu vida, transformada, hable de Él.