UN ACERCAMIENTO AL SUFRIMIENTO DE QUIENES HAN RECIBIDO ABUSOS Y UNA NOTICIA DE REPARA – Lidia Troya

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Lidia Troya

Responsable de primera acogida y coordinadora de atención primaria

https://repara.archimadrid.es/

Repara es un proyecto creado para la atención a las víctimas y la prevención de abusos en la Archidiócesis de Madrid.

Atendemos a las personas que sufren o han sufrido abusos sexuales tanto si se han producido en el seno de la Iglesia católica como si han tenido lugar en el ámbito intrafamiliar. Además, acompañamos a quienes han sufrido abuso espiritual y de conciencia en el ámbito eclesial.

Nuestro objetivo es acompañarlas, asesorarlas y concienciar a la sociedad de la necesidad de condenar estas execrables y aborrecibles prácticas, para erradicarlas.

Desde la escucha atenta y empática, nos sentimos afectados por el sufrimiento de las víctimas y nos ponemos a su disposición para acompañarlas en el proceso de sanación de sus heridas.

Situando en el centro el interés de las víctimas y con el fin de favorecer la prevención, en Repara también ofrecemos atención a personas agresoras.

El reto es acabar con el infinito sufrimiento de las personas abusadas; una lacra que no entiende de género, edad o clase social.

El proceso es gratuito e incluye, en función de cada caso, acompañamiento terapéutico, espiritual y asesoramiento jurídico.

Hay algo primero que tener en cuenta cuando hablamos de abusos. No solo es que hay abusos sexuales (y, en general, corporales), también hay, además, abusos de alma (de poder, de conciencia, de espíritu); no solo es que hay abuso de menores y abuso de mayores, abuso a chicos y hombres y abuso a chicas y mujeres. Saber todo eso, mejor dicho, sentir todo eso, es importante; pero hay algo antes: comprender hondamente, con la cabeza y con el corazón, que los efectos de cualquier abuso son terribles, pero que cuando hablamos de abuso sexual y de abuso de conciencia pasamos a un nivel de sufrimiento, de desdicha y, por la otra banda, de pecado y de crimen, que desafía la imaginación y, por tanto, que reta a nuestro corazón y a nuestra inteligencia. Quienes viven —vivimos— en un ambiente de compromiso que no nos permite olvidarnos ni por un momento de este dolor y de tanto mal moral, tenemos que tener mucho cuidado para no desesperarnos y para no ver el mundo entero a esta luz tenebrosa y repugnante. Por mi parte, yo que he sido bendecido hasta ahora con siete hijos y dieciocho nietos, miro a los pequeños de esta familia mía y solo de pensar que tendrán un día que saber y que sentir lo que significa este mar de sufrimiento y de crueldad, me veo al borde del espanto. Caigo del lado de la oración, porque no sé cómo, si no, evitar ese espanto paralizante que no deja gozar de la vida —y es un mandamiento esencial que debemos gozar de ella— y que no saca de uno sonrisas para los niños sino lágrimas de compasión y de pena.

Una persona que sufre un abuso, incluso si es tan joven que no lo registra en la memoria o que logra cancelar el recuerdo de un modo aparentemente definitivo, recibe una herida que la marca para siempre. Es como si le hubieran quitado un pedazo de vida y la hubieran perjudicado el mundo irreversiblemente. Probablemente nunca encontrará tanto sentido a las cosas y a los seres humanos como otra que se vea libre de esta desgracia. Pongamos en especial la atención en el abuso sexual, aunque, cuando ocurre con adultos, prácticamente siempre —excepto en casos de violaciones repentinas o en «manada»— acarrea de antes toda una historia de manipulación del alma, o sea, de abuso de conciencia. La inocencia violada, la infancia robada, la humillación de una persona pura por algo recibe en el evangelio una condena que llamaríamos feroz, completamente tajante, sin reservas ni ambages: una piedra de molino al cuello —aunque eso es tan pesado que solo el diablo puede colgársela a alguien— y al fondo del mar. Dostoievski se hacía eco de ello: no hay maldad más grave que esta herida imborrable de la inocencia. Quedan síntomas varios, como sabemos muy bien por la experiencia de Repara y por la cada vez más abundante literatura psicológica dedicada a estos horrores. Un caso que he conocido directamente —y no retrocedáis ante el asco, porque este es esencial sentirlo en serio—: un adulto solo experimenta un síntoma raro en su vida cotidiana: le repugna enguajarse la boca cuando se lava los dientes… Podéis deducir lo que sale a la superficie de la conciencia en cuanto inicia un proceso de análisis psicológico. En efecto, su tío, antes de los cuatro años. ¿Y no había más repercusiones secretas en su existencia, después del trauma reprimido? Van apareciendo lentamente.

La sociedad ha comenzado un movimiento de reacción saludable, a la vista del porcentaje monstruoso de casos de abusos a los menores —un 40% han padecido alguna clase de ataque, de mayor o menor importancia—. Cuando se han empezado a conocer las salvajadas en los ámbitos clerical, escolar y deportivo que han quedado silenciadas, ignoradas o, peor aún, impunes y sabidas, por fin parece que la estolidez moral de la sociedad se sacude un tanto. El mejor testimonio de ello es que ahora vemos que niños y jóvenes dicen lo que les está ocurriendo a sus educadores. Por mucho tiempo, la respuesta de los adultos a los que se recurría —en un porcentaje pequeño de los casos, de difícil cuantificación— era negar que fuera verdad aquel relato, acusar a quien estaba siendo la víctima —algo habría hecho; se habría insinuado, como la Lolita de la famosa novela…; interpreta de la peor manera posible lo que solo es un gesto de cariño o de reconocimiento; busca perder a alguien—, mirar para otro lado. A lo sumo, si se daba cierto crédito a la historia, trasladar sin más argumentos ni exposición de causas al torturador a otro sitio. Por cierto, este crédito se terminaba por conceder debido fundamentalmente a que el depredador no lo es nunca de una sola víctima y en un solo instante de enajenación: hace muchas víctimas, dedica largo tiempo a su actividad, insiste e insiste —aunque se trate de un abuelo dañando a sus nietos, y aunque el nieto sea Down, y repito que el lector debe aguantar la vaharada de asco: es caso real lo que menciono—.

Una víctima que no haya sido creída es alguien que, cuarenta años después, reconoce que, cuando habla con otro, solo está pensando constantemente en que no la creen. Otra víctima no podrá disponer alegremente de su cuerpo ni para abrazar a quienes más quiera. Otra verá su sexualidad trastornada para siempre, quizá porque viva en adelante hipersexualizada. Otras vivirán experiencias de auténtico desdoblamiento, para no sufrir plenamente el impacto de lo que su padre, su director espiritual, su madre, su maestra de novicias están haciendo. 

Hay superiores jerárquicos de depredadores que han querido pensar —quién sabe si por siglos y siglos— que, tratándose de eclesiásticos, el abuso es un pecado que la confesión —y el propósito de enmienda que encierra— perdona y suprime. No han entendido —o no han querido entender, seguramente por miedo a menoscabar el prestigio de alguna institución— que hay en esto un crimen que debe ser perseguido de acuerdo con el derecho penal del Estado —añadido, a lo mejor, a lo que el derecho canónico prevé—. Manipular la conciencia de otra persona y, por fin, apoderarse hasta el fondo de su cuerpo, es, desde luego, un delito; y hay el tremendo problema de que, cuando esto sucede a adultos, siempre se tiende a suponer que ha habido un consentimiento que exime de culpa al abusador. Hoy es preceptivo en España denunciar al fiscal cualquier indicio de abuso sexual a menores, aunque no nos concierna directamente —como aún solemos pensar—. Hay, sin embargo, una amarga laguna en lo que se refiere a cómo tratar el crimen del abuso de conciencia y de cuerpo con personas mayores de edad. Pero los indicios de que se ha tratado de un abuso auténtico son en realidad muchos —para empezar, aprovechar una situación de asimetría social—.

Repara ha surgido para reconocer, escuchar, ayudar —psicológica, jurídica y espiritualmente— a todas las víctimas de abusos que reconozcan al fin que la ayuda de otros existe y cura mucho —o sea, que lleguen a apreciar en el otro no simplemente un peligro, y ya esto es un avance importantísimo—. La Iglesia católica ha quedado en la última década confrontada con el abismo de la existencia de casos de todo tipo de abuso en sus ámbitos, y también confrontada con la conciencia de haber actuado lamentablemente mal en el pasado demasiadas veces, cuando algo de todo este infierno salía a la luz. Repara es tan solo una muestra de que aún hay a este respecto veneración por el ser humano dentro de la Iglesia y seguimiento real de Cristo. No es ya pedir perdón lo que se necesita, sino intentar sanar, indemnizar, reintegrar el evangelio día a día y rincón por rincón. Hay muchos más pecados, muchos más crímenes, mucha más crueldad en el catálogo del mal; pero intentar cercenar la libertad de raíz, procurar desesperar al otro a cambio del placer sádico del dominio completo sobre él, violar almas violando cuerpos es una negación práctica, absoluta del bien y del sentido de la vida como quizá no haya otra alguna. 

Para otro momento cuestiones de importancia, pero secundarias en comparación con lo que hoy hemos escrito.

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