ESPÍRITU OLÍMPICODescarga aquí el artículo en PDF
M.ª Ángeles López Romero
Si hay un evento periódico que genere tendencia a nivel mundial, es el de los Juegos Olímpicos. El verano de 2024 quedará marcado en nuestra memoria por las lágrimas de Carolina Marín al romperse de nuevo cuando disputaba la semifinal de bádminton, o la alegría brutal de los chavales que componen el equipo de fútbol masculino al lograr el preciado oro.
No solo los y las deportistas españoles han dejado su impronta en la memoria colectiva, obviamente. Si algo tienen las Olimpiadas es su carácter transnacional, que diluye las fronteras culturales, idiomáticas y políticas para darnos la sensación de que el sueño de una humanidad unida que convive en paz es posible. Incluso pareciera que podría estar más cerca que nunca, aunque la crueldad de los conflictos armados en Ucrania, Gaza, Yemen o Sudán del Sur nos apeen de esa nube de esperanza.
Pero me da la impresión de que la alegría y cordialidad propias de esta cita deportiva que esta vez han tenido lugar en París se han visto aderezada en esta ocasión por aspectos que han engrandecido su potencial esperanzador: me refiero a la paridad y la universalidad; a la aceptación ¡y celebración! de la diversidad como un valor que nos hace llegar más alto, más lejos, ser mucho más fuertes.
Los organizadores de estos juegos lo quisieron hacer visible desde el primer minuto como leit motiv que atravesaba la impresionante ceremonia de inauguración: la Francia más grande, que daba la bienvenida a los mejores atletas del mundo y a sus aficiones, es una Francia multicolor en la que caben todas las razas y todos los modelos de cuerpos, en la que las mujeres cuentan tanto como los hombres. Y este mensaje se mantuvo hasta su clausura.
Muchos podrían pensar que se trata de un brindis al sol sin más trascendencia que «quedar bien» ante el mundo. Pero a mí no me lo parece. Cuando las redes sociales imponen un exigente canon de belleza a los más jóvenes y el éxito se mide por kilos de testosterona, París ha dicho al mundo que no importa que midas dos metros o uno cincuenta, porque en ambos casos tú puedes ser un héroe. Y que la heroicidad se alcanza trabajando en equipo. Y que ganar no es arrasar, porque la victoria sabe mucho mejor cuando se comparte con los que han luchado tanto como tú para alcanzar la meta, como ocurrió en una de las pruebas de pentatlón, en la que la atleta que iba primera en la prueba de clasificación se esperó para llegar de la mano de sus compañeras. Que si perdiste el oro debes aclamar al ganador como si hubieras sido tú, tal como hizo la inmensa Simon Biles. Y que no importa si te caes, o tienes que parar para arreglar cosas que no funcionan bien, porque puedes regresar curada y deslumbrar al mundo, como ha hecho ella.
Me gustaría pensar que las redes sociales servirán esta vez para decir a los y las jóvenes que están en plena construcción de su identidad, que no tienen que usar filtros falaces ni alterar sus cuerpos, porque ya son extraordinariamente bellos y bellas como son. Y que triunfar no es conquistar ni destruir ni pisar. Que el triunfo más sabroso y brillante es ese que pone en evidencia nuestra humanidad: nuestra empatía, compasión, sororidad y solidaridad.
Ojalá ese espíritu olímpico no se apague hasta dentro de cuatro años, como se hace con la llama, e ilumine el día a día de cuantos aspiran a ser hombres y mujeres de un futuro aún por construir desde la humanidad, el respeto y la maravillosa y enriquecedora diversidad.
El triunfo más sabroso y brillante es ese que pone en evidencia nuestra humanidad.