ESCUCHAR
Javier Alonso
https://www.religionyescuela.com/actualidad/escuchar/
Hace años, Michael Ende escribió un cuento que narra las aventuras de Momo, una niña con una capacidad extraordinaria de escuchar a las personas. En la historia, también aparecen unos hombres grises que roban el tiempo.
La historia de Momo desvela la realidad de un mundo que está sordo. “A veces, la velocidad del mundo moderno, lo frenético, nos impide escuchar bien lo que dice la otra persona y, cuando está a mitad del diálogo, la interrumpimos y le queremos contestar. No hay que perder la capacidad de escucha” (Fratelli tutti 48). Los niños crecen a ritmo frenético, sobreestimulados desde muy bebés y expuestos demasiado tiempo a los videojuegos y la televisión. A veces, también enganchados a música fuerte y estridente. En muchos hogares se les ofrecen pocos espacios para que se expresen con libertad y escuchen a sus mayores. No tienen momentos gratuitos para el diálogo sin prisas, para escuchar en silencio, orar, cantar y disfrutar de la naturaleza. Muchos de ellos, al ingresar en la escuela, han perdido la capacidad de escuchar y, por tanto, de comunicarse con el otro. Hay una “sordera” consecuencia de la velocidad y superficialidad en la que vivimos. El sordo es el que tiene la atención dispersa, al que huye del silencio, el que está centrado en sí mismo y piensa que no necesita aprender. Es sordo aquel que tiene heridas emocionales y es desconfiado con los demás, el que tiene una mente rígida y está dominado por las ideologías y prejuicios. “No hay peor sordo que el que no quiere oír”, dice el refrán popular. La dificultad de escuchar conlleva la de expresarse. Son los dos elementos esenciales de una buena comunicación. Por ello, la enfermedad de la sordera va muy unida a la mudez.
Los educadores tenemos el gran desafío de cómo podemos educar a los niños en la capacidad de escucha, condición previa para cualquier aprendizaje. La Biblia está llena de recomendaciones sobre la importancia de la escucha como medio para el crecimiento personal. La vida y el progreso vienen por la fidelidad a la alianza y la escucha de los mandatos de Dios. Para un israelita, escuchar es obedecer, es decir, “oír desde abajo”, considerar la palabra del otro como configuradora de su propia existencia, que se fía de Dios y se esfuerza por andar por sus caminos.
Después del sermón de la montaña, Jesús dice: “El que escucha estas palabras y las pone en práctica, será semejante a un hombre que edificó su casa sobre la roca” (Mt 7,21). Pero hay muchos que tienen tan limitada su capacidad de escucha que necesitan un verdadero milagro. Es el caso del sordomudo que llevan a Jesús para que le imponga las manos (Mc 7,32). Leyendo este relato, pienso en tantos alumnos que, desde pequeños, no pueden ni quieren escuchar. Como el sordomudo, no son conscientes de su estado y necesitan una ayuda externa. Les quisiéramos orientar más, comunicarles nuestras convicciones, pero no nos escuchan. ¿Qué podemos hacer? “Jesús apartó al sordomudo y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva y dijo “ábrete”. Inmediatamente se le soltó la traba de la lengua y comenzó a hablar sin dificultad” (Mc 7,33-35). Con este milagro, el sordomudo sale de su aislamiento.
Escuchar para transformar
Con su capacidad de escucha, Momo trasformó la vida de mucha gente y combatió a los hombres grises. Este milagro también lo pueden hacer los maestros con sus alumnos que viven aislados en su mundo, que están cargados de prejuicios, que sufren las consecuencias de graves heridas emocionales, que viven con prisas. Solo la fuerza del amor que el maestro muestra a sus alumnos hace el milagro de abrir los oídos de los sordos y hablar a los mudos. Así lo vivió san Francisco de Asís, que “escuchó la voz de Dios, la voz del pobre, del enfermo, de la naturaleza y todo eso lo transformo en un estilo de vida” (Fratelli tutti 48). La entrega generosa y cordial de un maestro saca a los alumnos de la ignorancia y el pecado y los conduce por el camino de la virtud: “Debemos atender la escuela, sin hacer diferencia entre un alumno y otro, sino mostrando a todos amor grande de padre y enseñándoles con tal afecto que los alumnos conozcan que desea su aprovechamiento, porque así los animará a ser diligentes en las clases y, después, los atraerá más fácilmente al servicio de Dios, que es nuestra ganancia” (José de Calasanz).
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