Joseph Perich
Cuenta una antigua leyenda hindú, que hubo un tiempo, en el que todas las personas eran pequeños dioses. Pero cometieron tantos abusos y desórdenes con sus poderes ilimitados que el Dios Supremo decidió quitarles ese poder divino y esconderlo en un lugar donde no pudieran encontrarlo. Se reunió con sus ministros para localizar un buen escondite y estos le sugirieron:
-Enterremos la divinidad del ser humano en un barranco inaccesible.
-No, porque el hombre excavará y la encontrará – respondió Dios.
-Pues lancemos la divinidad del ser humano a la fosa más profunda del océano.
-No, porque algún día explorará la profundidad de los mares, y la encontrará.
Entonces, levantándose de su trono Dios dijo:
Ya sé qué hacer con la divinidad humana, la esconderemos en lo más profundo de cada persona, pues será el único escondite en el que nadie pensará buscar.
Reflexión:
Para muchos el pasado fin de semana fue de infarto: nuevos ayuntamientos, final de la liga de fútbol, en Barcelona corrida y polémica… Para unos eran euforias alocadas y para los demás amarguras, fracasos y desencantos. Para unos la tentación de creerse como dioses y los demás la tentación de rehacer la añoranza de la ascensión al pedestal divino o bien el de tirar la toalla. Parece como si nuestra felicidad dependiera de lo que hacen unos dioses con pies de barro. Estos «cracks» mediáticos de: deportistas, políticos e incluso religiosos, que se lo creen y viven, se les cae la envoltura de la fama… y muchos de ellos evidencian graves carencias como personas.
Cuántos sueldos de escándalo, segundas intenciones empresariales y falta de ética. ¡Pero si todo esto existe! no, nos engañemos, es debido a los «feligreses» incondicionales que los apoyan.
Cuando el primer astronauta ruso puso los pies fuera del espacio, todo orgulloso sentenció: «no he encontrado a Dios». Pero un cirujano modestamente le respondió:
– «Yo he operado a cientos de cerebros y no he visto ningún pensamiento».
La dignidad y la fuente de nuestra felicidad, como nos sugiere la historieta, no la encontraremos arrodillándose ante la pretendida divinidad de las deslumbrantes, competitivas y efímeras estrellas del momento, exteriores a nosotros, sino en «el escondite» del corazón de cada uno, donde podemos sentir latir el amor del Padre. Entonces espontáneamente surge la pregunta: «¿Y si el otro en vez de ser mi rival fuera mi hermano?».