Entrega humilde – Javier Alonso

Javier Alonso

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Muchos israelitas esperaban que el Mesías fuera un rey poderoso. Pero no fue así: Jesús rechazó toda pretensión de riquezas, poder y fama. Se mostró como un siervo humilde y aceptó el sacrificio en la cruz.

El Maestro fue engendrado en el vientre de una mujer pobre de Galilea, nació en un pesebre entre animales porque no había una posada disponible y fue llevado por sus padres a Egipto en un exilio forzoso. Pasó una infancia discreta en la pequeña aldea de Nazaret. Podría haber usado la fama que le dio la autoridad de su palabra y la fuerza de sus milagros; pero mantuvo siempre una actitud discreta. No buscaba ser reconocido por sus milagros, sino por la profundidad de su mensaje. Criticó duramente a los escribas y fariseos que buscaban ocupar los primeros puestos (cf. Mt 23,1-12) y corrige a los discípulos que buscan poder y fama. Siempre que podía, les enseñaba el camino de la humidad: “El más grande entre ustedes será el que los sirva, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Mt 23,11-12). En la última cena, Jesús se inclina delante de cada uno de sus discípulos para lavarles los pies, un trabajo que correspondía exclusivamente a los esclavos (cf. Jn 13,2-15). Pedro no entiende cómo el Maestro realiza este acto de humillación propio de un siervo, pero le aclara el significado: “Vosotros me llamáis «Maestro» y «Señor», y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13,13-15).

La humildad es una característica fundamental del seguimiento de Jesús, solo entendida y practicada por los pobres y los niños: “El que se haga pequeño como este niño, será el más grande en el reino de los cielos” (Mt 18,4): una humildad que se hace entrega alegre y generosa al servicio de los demás, tal como lo confiesa Pablo: “De todas las maneras posibles, les he mostrado que así, trabajando duramente, se debe ayudar a los débiles, y que es preciso recordar las palabras del Señor Jesús: «La felicidad está más en dar que en recibir» (Act 20,35). Es una virtud de todo apóstol y, por supuesto, de todo el que se dedique a la educación.

“Abajarse” a dar luz

Desde antiguo, ser maestro se ha considerado como un oficio muy sacrificado y poco considerado socialmente. No se gana tanto dinero como en otros trabajos y difícilmente se asciende de clase social tan fácil como en otras profesiones. Quizá por ello no es común encontrar a jóvenes que se dediquen a la educación de los más pequeños, y espacialmente de los pobres. La humildad es muy necesaria para soportar la rutina del trabajo diario con los alumnos, para el crecimiento espiritual y la relación con los compañeros. El santo educador José de Calasanz escribe con gran acierto que “el camino más corto y más fácil para ser exaltado al propio conocimiento y de este a los atributos de la misericordia, la prudencia y la paciencia infinita de Dios es el abajarse a dar luz a los niños, y en particular a los que son como desamparados de todos, que por ser oficio a los ojos del mundo tan bajo y vil, pocos quieren abajarse a él”.

La humildad en el maestro se manifiesta en una actitud permanente de aprender, de reconocer los propios errores y tener apertura al cambio. Se adapta a la realidad de los alumnos y busca los métodos más apropiados para enseñarles. Tiene un respeto profundo hacia los demás y no se considera superior a nadie. Se alegra cuando un compañero tiene éxito en su trabajo y no hace comparaciones entre sus propios méritos y los de los demás. Estará preocupado por el bien de la escuela antes que por el bien personal, y no buscará el prestigio personal en su trabajo. Como toda virtud, la humildad no se improvisa. Se adquiere con los hábitos desde la infancia y alcanza plenitud con la gracia de Dios. Si realmente queremos que una sociedad tenga buenos maestros en el futuro, hemos de educar a los niños en esta virtud, mostrarles ejemplos claros que les inspiren especialmente, mostrándoles cuál es el “camino mejor” (cf. 1 Cor 2,31), el camino estrecho que lleva a la vida plena (cf. Mt 7,14-14): seguir e imitar a Jesús que da su vida por sus amigos (cf. Jn 15,13).