ENTORNOS SEGUROS EN PASTORAL DE JUVENTUDES RPJ 562Descarga aquí el artículo en PDF
Juan Pablo Dreidemie Mendoza
Sacerdote, miembro del Consejo Pastoral para la Protección de Niños, Niñas, Adolescentes y Adultos vulnerables de la Conferencia Episcopal Argentina
Transitamos un «cambio de época», como le gusta decir al papa Francisco. En innumerables aspectos, dentro y fuera de la Iglesia. Algunos temen, otros se entusiasman. Entre tantos temas que van madurando, aparece uno con una fuerza jamás vista: la fuerte conciencia de que en los espacios eclesiales no puede haber lugar para ningún tipo de abuso. Es más, la apuesta se redobla: nuestros espacios pastorales deben ser entornos seguros donde todos, pero especialmente los más vulnerables, puedan crecer y madurar como individuos y como cristianos hacia una vida en plenitud. Como en tantas otras cosas, la Iglesia está llamada a aportar a la sociedad en general con una cultura del cuidado que atraviese toda realidad y hunda sus raíces en el Evangelio. Lejos de los acomplejamientos que traen estos tiempos de fuerte secularización, nos animamos a ofrecer gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido: la certeza de que cada persona es sagrada y debe ser cuidada en su integridad.
¿De qué hablamos cuando hablamos de abusos?
1. COMPRENDER
Para generar una cultura del cuidado, en primer lugar, debemos comprender de qué estamos hablando cuando hablamos de abuso en la sociedad en general, y en la Iglesia en particular. ¿De qué hablamos cuando hablamos de abusos de niños, niñas, adolescentes y adultos vulnerables?
1.1.- En el principio, era el poder…
En el origen de toda conducta abusiva encontramos indefectiblemente alguna forma de abuso de poder. Este ocurre cuando alguien que puede más, sabe más o tiene más, aprovecha la situación de ventaja para su propio beneficio, vulnerando el derecho básico del otro/a a elegir o dar consentimiento para un determinado tipo de interacción. El poder genera asimetría. No es negativo en sí (pensemos en las decisiones que toman los padres en relación a la salud o educación de sus hijos pequeños), pero puede corromperse, cuando deja de estar al servicio del otro, para utilizarse en función de la gratificación personal. Se invierten los roles. El que debía ser cuidado y protegido se transforma en gratificador involuntario de las necesidades del que ostenta la posición de privilegio. Aquí radica la perversión que, en sentido etimológico, no es otra cosa que dar vuelta el orden justo de las cosas.
Los orígenes de la tendencia al abuso de poder en algunas personas son variados, como personas existen. No podemos ahondar aquí en este tópico, pero sí señalamos un consenso notable entre los especialistas, que presentan al abuso sexual como un abuso de poder erotizado, donde el dominio y sometimiento del otro genera un oscuro placer en el/la agresor/a. En cierto sentido, también podemos decir lo mismo del abuso de conciencia, donde el control sobre la vida de la víctima gratifica necesidades varias del victimario.
1.2. Definiendo el abuso sexual
Una definición, entre otras, indica que «el abuso sexual ocurre cuando un niño, niña y adolescente (NNyA) es utilizado para la estimulación sexual de su agresor (un adulto conocido o desconocido, un pariente u otro NNyA) o la gratificación de un observador. Implica toda interacción sexual en la que el consentimiento no existe o no puede ser dado, independientemente de si el NNyA entiende la naturaleza sexual de la actividad e incluso cuando no muestre signos de rechazo».
Destaquemos algunos elementos fundamentales. Es imprescindible prestar atención a la intención del agresor/a. No todo contacto sexual es abuso. Es necesario que se busque de forma más o menos consciente, la gratificación sexual del victimario. Un roce accidental no es abuso, a menos que se intuya y compruebe la intención delictiva. Podrá ser una imprudencia para evitar, pero no necesariamente un abuso. Pero, atención, es necesario evaluar cuidadosamente, ya que las distorsiones cognitivas (es decir, engaños y autoengaños) de los victimarios son frecuentes a la hora de justificar lo injustificable.
El abuso de poder se transforma primero en abuso de confianza
También notamos que la definición no supone el uso de la violencia u otro tipo de coacción física para someter a la víctima. Justamente por esto hablamos de abuso y no de violación. El abuso de poder se transforma primero en abuso de confianza, antes de derivar en la conducta sexual. La víctima confía en que esta persona a la que conozco y me quiere, no querría dañarme en modo alguno. Por eso es frecuente que no aparezca violencia ni resistencias notables, y que la inmensa mayoría de los abusos ocurran dentro de la familia (entre el 75% y el 90% según diversos estudios). La víctima «no lo ve venir» como un peligro, y es fácilmente sometida. Esto en modo alguno implica consentimiento. Es imposible, porque no hay paridad de poder entre las partes. Incluso en el caso de que un púber pudiera tener ya experiencias de tipo sexual, no se compara su comprensión de los significados y consecuencias del acto, al de un adulto. Insistimos, nunca hay consentimiento válido entre un adulto y un NNyA.
El abuso puede ser con contacto o sin contacto. El primero es más fácil de representar (contacto en zonas genitales o erógenas, con o sin ropa, con o sin penetración, entre otras formas). El segundo suele pasar más fácilmente bajo el radar (exposición a imágenes, exhibicionismo, voyerismo), complejizado actualmente si tenemos en cuenta el mundo digital en el que habitan los NNyA (grooming, sexting, ciberacoso, entre otros).
Abuso entre pares. ¿Puede abusar un NNyA de otro? ¿O siempre tiene que ser entre un adulto y un menor de 18 años? La respuesta es sí, pero hay que sopesar bien los distintos elementos. Para que esto exista, debería haber una diferencia de poder basada en la edad (existe consenso en 5 años de diferencia entre víctima y victimario), en el poder (físico, social, en el grupo) o en el tener (posición económica, recursos). No podemos hablar de abuso, si no hay algún tipo de asimetría. Algunos autores prefieren hablar de «conductas sexuales abusivas» para referirse a los intercambios sexuales no consentidos entre adolescentes o niños/as. Este es un aspecto emergente de la problemática que empieza a visibilizarse con fuerza, unido a una mayor sensibilidad hacia otros tipos de maltrato (bullying). Como dato ilustrativo, mencionamos que en la Ciudad de Buenos Aires (Argentina), un tercio de las denuncias por abuso sexual se refieren a hechos acontecidos entre menores de 18 años. En cualquier caso, hay que discernir cuidadosamente la edad, contexto y circunstancias, para distinguir los juegos exploratorios sexuales (normales en el desarrollo psicosexual de los niños y niñas) de conductas propiamente abusivas. En cualquier caso, conviene siempre buscar asesoramiento profesional para valorar adecuadamente la situación, evitando tanto minimizar como sobreactuar.
Conviene siempre buscar asesoramiento profesional para valorar adecuadamente la situación
1.3.- Definiendo el abuso de conciencia
Desde hace algunos años a esta parte, se ha instalado progresivamente la convicción de que el abuso no es necesaria ni únicamente sexual. Existen otros tipos de abuso, mucho más sutiles, pero no menos dramáticos en sus consecuencias. Se habla mucho del abuso de conciencia, pero ¿qué es concretamente? «Es una forma de abuso emocional y psicológico. Se caracteriza por un patrón sistemático de comportamiento coercitivo y controlador en un contexto religioso».
Recordemos que la conciencia, según nos enseña el Concilio (LG 16), «es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella». Nada ni nadie puede inmiscuirse en ese encuentro profundo y exquisitamente personal entre el Creador y su creatura, entre el Padre y su hija/o. Toda intervención de terceros debe facilitar este diálogo íntimo y nunca colocarse en medio como intérprete exclusivo o, peor aún, sustituto de la voz divina.
La evangelización no es abuso de conciencia. En nuestras prácticas pastorales, en los más diversos contextos y situaciones, buscamos en última instancia influir positivamente sobre los destinatarios de la actividad o iniciativa de que se trate, sea esta una misión juvenil, un retiro espiritual, un campamento vocacional o un itinerario catequístico para jóvenes. Pero, buscar influir en los demás, ¿no puede representar una forma de manipulación? Respondemos rápidamente: no necesariamente. Pensemos. Los padres buscan influir sobre sus hijos en torno a valores y hábitos, los docentes respecto a sus estudiantes, el predicador sobre la asamblea reunida en torno a la Eucaristía o la catequista con sus catecúmenos. Influir, persuadir, orientar, guiar, acompañar, no implican necesariamente la coerción y el control sistemático.
Dos elementos clave: la libertad personal y la motivación
Discernir con atención. En todos los casos, lo que permite discernir la guía de la manipulación, la orientación del abuso, son dos elementos clave: la libertad personal y la motivación. Si la persona tiene «escapatoria» del discurso, si puede decir libremente y sin culpa «gracias por la propuesta, pero no me interesa, sigo mi camino», entonces difícilmente exista abuso o manipulación de conciencia. Por otro lado, también en este caso cuenta la motivación del que persuade, propone o anuncia. ¿Busca honesta y únicamente el bien de aquel o aquellos a los que dirige su intervención? ¿O más bien recluta admiradores, seguidores o adeptos que sostengan sus aspectos narcisistas personales o compensen otras necesidades institucionales?
Pensemos en algunos espacios y prácticas pastorales. Junto a la buena intención de provocar un encuentro genuino y transformador con Dios, muchas veces se acentúa excesivamente el protagonismo de las emociones. Seguramente muchos de nosotros hemos participado e incluso organizado retiros para jóvenes donde, explícita o implícitamente sobrevolaba la convicción de que «si llora mucho, es que funcionó» tal o cual plática o actividad. Las emociones son parte inseparable y necesaria de todo proceso de encuentro y compromiso (pensemos en algunos relatos de vocación de Jesús), pero deben dejar siempre lugar a la reflexión serena y a la toma de decisiones en libertad. Caso contrario, el riesgo de manipulación está a la puerta.
TEXTO RECUADRADO Y SOMBREADO
- ¿Qué lugar ocupan las emociones en nuestras prácticas pastorales?
- ¿Y qué lugar la libertad de reflexión y de decisión?
- ¿Me he sentido manipulado o exigido emocionalmente en algún momento?
- ¿Recuerdo haberlo hecho con otros/as?
Liderazgo sano. Otro punto de atención son ciertos estilos de liderazgo que pueden ser precursores (o indicadores genéricos) de potenciales situaciones de abuso o manipulación de conciencia. Una prueba de que un agente de pastoral, consagrado o laico, se entrega «de forma libre a los demás, es si hace libres a otras personas». Cuando se genera lo contrario, siempre es signo de preocupación. La dependencia excesiva puede construirse de forma paciente, a lo largo de mucho tiempo, a través del tráfico de privilegios (regalos, oportunidades, invitaciones) o del aprovechamiento de la necesidad afectiva, espiritual o material de la víctima. Poco a poco el vínculo se va volviendo exclusivo, controlando y aislando a la víctima de los demás, y generando en la persona una obligación interior de rendir cuentas de todo o consultar excesivamente a quien ha ocupado el lugar de Dios en su conciencia (aunque jamás lo admitiría abiertamente). Los argumentos falsamente espirituales que sostienen el vínculo abusivo normalmente abundan en cantidad y variedad (por ejemplo, «yo te conozco a ti más que tú a ti misma, por eso sé lo que es mejor para ti».
La perspectiva de la víctima. Si contemplamos a la víctima, podemos percibir que se encuentra normalmente bajo una especie de «hechizo» que le impide ver las fallas o incoherencias en la conducta o discurso del abusador. No se permite a sí misma disentir en nada. Si algo le «hace ruido» dentro, o no funciona en la relación, tiende a autoinculparse («debo ser yo que soy poco dócil, obediente o piadosa»).
El abuso siempre es abuso. No existen abusos grandes o pequeños. Lo que sí puede ser más grave son las consecuencias, en función de muchos factores en juego. Pero el abuso siempre es algo reprobable, porque implica una transgresión de los confines de la intimidad física, psicológica o espiritual de la otra persona.
No existen abusos grandes o pequeños
1.4.- El abusador o abusadora necesita de un sistema cómplice
Cuando revisamos los casos comprobados de abuso, encontramos siempre al menos tres instancias que conforman el sistema relacional abusivo. Si imaginamos un triángulo, en el vértice superior se encuentra el abusador o abusadora, que aprovecha su situación de poder para someter a la víctima, ubicada en uno de los otros vértices inferiores. Hay que remarcar que el abuso acontece siempre en un proceso relacional de progresiva transgresión y degradación. Normalmente no sucede de la noche para la mañana.
El pacto de silencio. Para que el abuso tenga lugar se requiere un componente fundamental: el pacto de silencio. La palabra tiene que ser anulada, invalidada o bloqueada de algún modo, para que se mantenga el vínculo perverso. El silencio puede ser consolidado tanto a través de una cuidadosa seducción, como de amenazas («si hablas, nadie te creerá») o de razonamientos confusionales («es un secreto entre nosotros; si te ha gustado, entonces estás de acuerdo», etc.), entre otras estrategias.
Los terceros inactivos. En el último vértice del triángulo, están los terceros. Es decir, todas las personas del entorno de la víctima y del victimario que no ven, no oyen o no hablan acerca de lo que sucede. A veces porque simplemente no pueden (amenazas, negación, ingenuidad) y otras porque no quieren (complicidad, negligencia). Estos terceros inactivos sostienen, a su modo, el sistema abusivo en el que la víctima no tiene lugar donde acudir por ayuda. No hay nadie que escuche el grito de auxilio.
2. PREVENIR
Felizmente existe hoy una profusión inédita de campañas e itinerarios de prevención primaria, motorizados tanto desde el Estado, como de ONG o de la Iglesia católica. Estas iniciativas han conseguido ampliar la sensibilidad de la población general ante cualquier posible signo o evidencia de transgresión a la dignidad del otro, especialmente de los grupos más vulnerables. Se genera así una cantidad innumerable de terceros activos, es decir, de personas que detectan y denuncian las situaciones sospechosas o ciertas de cualquier tipo de abuso. Terceros activos son todos aquellos que escapan de la «globalización de la indiferencia», al decir de Francisco, para comprometerse como buenos samaritanos en auxilio de quien se encuentra vulnerado y solo al costado del camino.
La mejor estrategia de prevención es la formación
Existe un enorme volumen de evidencia, proveniente de diversos estudios y experiencias, que demuestran la eficacia de los planes de prevención cuando se implementan de forma sistemática y continuada. Lo decimos convencidos: la mejor estrategia de prevención es la formación.
Entornos seguros. Entre todos tenemos que cooperar para la generación de entornos seguros y ámbitos protectores en nuestros espacios de trabajo y participación, tanto dentro como fuera de la Iglesia. El creciente cuerpo de normativas emanadas de la Santa Sede, como sus correlatos en cada diócesis, congregación religiosa, institución educativa o movimiento van configurando lentamente una cultura del cuidado y del buen trato que alienta aires de esperanza bien fundados en la realidad. Si bien la existencia e incidencia de estas normativas es diferente en cada lugar, en general se va abriendo paso una sensibilidad que no tolera fácilmente la ambigüedad en los gestos y palabras, o la falta de transparencia en las relaciones, especialmente cuando estas incluyen una diferencia de poder entre los partes.
Como todo cambio cultural, estos procesos demandan tiempo y esfuerzo. La inercia social e institucional no cambia por decreto, sino a fuerza de perseverancia y nuevos hábitos que se convierten en virtud. Entre los elementos que favorecen este camino se encuentran la promulgación, difusión y puesta en práctica de manuales de buen trato (también llamados normas, criterios u orientaciones acerca de comportamientos saludables) como el establecimiento de protocolos de actuación en el caso de sospecha o conocimiento cierto de la posible comisión de un delito de abuso.
Factores de riesgo y de protección. Por último, para la generación de entornos seguros se requiere la identificación de los principales factores de riesgo que poseen las personas con las que trabajo. Entre los más estudiados se encuentran: ser mujer y menor de 12 años, poseer alguna discapacidad motora o mental, baja autoestima y pobre red de contención vincular, padres ausentes, ambiente patriarcal, vulnerabilidad socioeconómica, entre otros.
Entre los factores de protección se encuentra la pertenencia a una familia cálida y cercana, la buena autoestima, los vínculos variados y de confianza. Los programas de educación sexual integral, más allá de los puntos controversiales que suelen presentar frente a una antropología cristiana, aportan elementos para el autoconocimiento y autocuidado de los NNyA que, en el peor de los casos, constituye la última barrera a la agresión, cuando todos los terceros adultos no estuvieron a la altura de las circunstancias. De hecho, muchas personas consiguen ponerle nombre a lo vivido y avanzar en una denuncia, una vez que han participado de alguna clase o charla sobre el tema.
TEXTO RECUADRADO Y SOMBREADO
- ¿Existen normas y criterios de comportamiento en el espacio pastoral donde trabajo?
- ¿Son conocidas por mí, por los demás?
- ¿Conozco los protocolos de actuación vigentes en mi espacio para actuar en caso de sospecha o certeza de que se esté dando o se haya dado una situación de abuso?
- ¿Hablamos de abuso, de prevención y de entornos seguros?
- ¿Qué itinerarios de formación he aprovechado o tengo a mano?
3. CONCLUSIÓN
Todos soñamos con una sociedad y una Iglesia donde podamos vincularnos desde la confianza y la seguridad de que seremos respetados en nuestra integridad y dignidad. Algunas estadísticas que indican un aumento en la cantidad de abusos denunciados podrían dar la falsa impresión de que estamos cada vez peor. Sin embargo, los expertos en el tema sugieren que probablemente no han aumentado los casos, sino las denuncias. Vamos saliendo como sociedad y como Iglesia del sopor de la indiferencia frente a un flagelo tan antiguo como la humanidad, que roba infancias y marca vidas, a veces, de forma irreversible.
Felizmente comprobamos el compromiso creciente de tantos y tantas que se suman, sin alarmismos ni exageraciones, a la tarea común de volvernos todos terceros activos. Nos atrevemos a soñar y apostar con todas nuestras fuerzas y con la Gracia de Dios, para que nuestros espacios pastorales en general, y los juveniles en particular, sean lugares de vida, «y vida en abundancia» (Jn 10,10).
Todos soñamos con una sociedad y una Iglesia donde podamos vincularnos desde la confianza