EMAÚS: APRENDER A CAMINAR Descarga aquí el artículo en PDF
Chema Pérez-Soba
chema.perez@cardenalcisneros.es
Los estudiosos de nuestra sociedad tienen claro que una de las características de nuestra modernidad plena globalizada es la inmediatez. La interconexión que vivimos, sostenida por los medios digitales, hace que nuestros deseos puedan verse cumplidos a muy corto plazo. La paciencia no es una virtud sino casi un insulto. Si antes teníamos que hacer viajes eternos para trasladarnos a otra parte de España, hoy podemos llegar en pocas horas. Si antes conseguir algo de fuera de tu ciudad implicaba largas esperas, hoy en Amazon lo tienes en horas. ¿Quieres una información? En un clic tienes tres opciones y en otros dos, una IA te ha escrito un texto sobre ello que te haga parecer un experto y hasta te lo ha ilustrado con una foto (ficticia, claro). Los mensajes, breves, visuales, que no tenemos capacidad de atender más tiempo: parece que nuestra sociedad tiene TDAH (Trastorno de déficit de atención e hiperactividad).
Por eso algunas de las actividades que requieren más paz y serenidad se van perdiendo: lo manual que requiere precisión, el cuidado de las plantas, el dominio de un instrumento musical, el disfrute de la lectura pausada, de la poesía que cala en el alma… todos esto implica dedicación, tiempo, pausa. En el fondo, todo ello es una apuesta, un riesgo, «perder el tiempo» para conseguir algo que va más allá de lo instantáneo. Es mejor, es más seguro ver miles de mensajes de tres minutos, resúmenes de resúmenes, impactos, lemas…
Evidentemente esto no es porque sí. Es una situación perfecta para la sociedad de consumo: creas una necesidad y pones los medios para satisfacerla de inmediato, para que no se enfríe el deseo. Impacto, deseo y satisfacción en cinco minutos. Y a por la siguiente. De hecho, ni siquiera ves el dinero que pagas, que es virtual (y no notas cómo te va quedando menos, claro).
Todo proceso de construcción personal implica tiempo, serenidad, diálogo, encuentros, silencio… madurar
Nuestra experiencia es que aquí hay un riesgo para la construcción de una identidad sana. Todo proceso de construcción personal implica tiempo, serenidad, diálogo, encuentros, silencio… madurar. Este es el gran desafío de nuestra época: en nuestra sociedad abierta tenemos (por fin) la libertad de construirnos libremente, de apostar la vida por un sentido que nos plenifique. Ya no debemos asumir el destino que la sociedad cerrada nos daba: ser mujer es cuidar hijos, ser pobre es optar a trabajos manuales, ser de pueblo es… Tú construyes tu vida, desde los miles de materiales que te rodean. Como dice el grupo Carolina Durante, vivir es «elige tu propia aventura».
Y nuestros jóvenes pueden estar tentados de unir esa libertad con el deseo de lo instantáneo. Vivir es como Amazon: elijo esto, lo otro y lo de más allá… y si no me gusta lo devuelvo. Ya soy, ya sé, ya… Y no necesito a nadie para elegir. Vivir es un descubrimiento que solo me implica a mí mismo, mi castillo interior es inexpugnable y cualquier intento de comunicación es una ofensa a mi libertad. Yo soy único.
Y es verdad. Pero afirmar nuestra unicidad no es afirmar nuestra soledad. El ser humano no es así. Nuestra libertad siempre va de la mano de la responsabilidad, porque, me ponga como me ponga, yo siempre soy contigo, somos nosotros. Somos porque alguien nos ha cuidado cuando no sabíamos sino mamar. Otros nos han puesto nombre, nos ha escuchado, nos han dado lo mejor de sí mismos. Solos nunca hubiéramos sido. Elijes desde lo que has ido siendo, desde lo que, gratuitamente, te han ido dando los que te rodean, los que te han cuidado… y los que no. Construir la propia vida en un instante, no desde la autonomía, sino desde la más feroz independencia puede ser elegir desde la reacción, desde la herida, desde el miedo… no desde tu verdadero yo. Elegir lo primero que te viene al corazón puede no ser libre, sino estar sometido a tus heridas, a tus compulsiones. Y encadenarte un poco más.
Afirmar nuestra unicidad no es afirmar nuestra soledad. El ser humano no es así
La propuesta cristiana es otra. Lo podemos ver y trabajar con nuestros jóvenes desde nuestra sabiduría, la de los evangelios. Allí encontramos ese relato síntesis maravilloso con el que Lucas explica a su comunidad cuál es el camino cristiano, el relato de Emaús (Lc 24,13-35). Fijémonos en los personajes: dos discípulos caminan de vuelta a su casa tras la muerte de Jesús. Atención, dos discípulos, dos, no uno. Esto no es casualidad, Lucas está creando un relato paradigmático, una historia que sintetice el seguimiento cristiano: hoy estaríamos tentados de poner un discípulo en meditación silenciosa, en un espacio idílico o algo así. Pues no es lo que nos comparte Lucas. Dos discípulos caminan tristes de vuelta a su casa. Todo ha ido mal. Así es la vida. No hay espacio de seguridad, sino la pura vida, con sus sombras.
Entonces, alguien aparece, un extraño, alguien de fuera. No son ellos solos los que superan la situación. De hecho, fijémonos cómo Jesús, en el relato lucano, no aparece entre rayos y truenos, haciendo que todos caigan al suelo. Eso es lo inmediato, lo fácil… lo no-humano. Por eso, a los relatos apócrifos les encanta esos episodios tremendos, no a los canónicos. Lucas no pone eso en su relato porque para él, y para la comunidad cristiana, el seguimiento de Jesús no funciona así. Los discípulos admiten al extraño, no lo marginan, no se cierran en sí mismos, que ya lo saben todo. Aceptan caminar juntos, se comunican, dialogan, pierden el tiempo juntos. Jesús pregunta, ellos contestan, comparten la causa de su tristeza. Y escuchan cuando Jesús les comparte otra lectura de los acontecimientos, otra forma de ver la realidad, de afrontar la vida: les explica las Escrituras. Podían haber dicho que ellos ya sabían mucho, que ya eran discípulos, que qué se creía él… pero el conocimiento que vale la pena, la sabiduría de vida se obtiene dialogando desde lo vivido… y desde la experiencia de otros.
Romper el hilo de la memoria, como decía Hervieu-Léger, es romper con la humanidad. Como insiste el papa Francisco, somos en red con toda la humanidad que ya ha vivido, con la que estamos viviendo y con la tierra toda. Somos únicos, pero junto a otros muchos únicos, con los que caminamos. Renunciar a la sabiduría milenaria de nuestros antepasados es romper con lo que también somos. Eso no es simplemente, de nuevo, volver a aceptar acríticamente lo que vivieron otros. Es escuchar y releer las Escrituras, lo que otros vivieron, repensarlo, saborearlo, hacerlo mío… es dejar que esa sabiduría toque mi vida, me despierte, me alimente. Para eso debo salir de mi castillo, debo asumir que mi ser es sencillo, es maravilloso y a la vez es necesitado de otros… el camino del crecimiento es también el de la humildad lúcida que se sabe único, pero no el centro del mundo.
En ese diálogo, en ese tiempo compartido, se va creando algo nuevo. Y la noche no lo puede vencer. La expresión del relato es bellísima: «Quédate, que la noche está cayendo». No estamos hablando de instruir pasivamente a nadie. Estamos hablando de camino compartido, de compartir la propia vida, de gastar mi tiempo, mi vida, contigo. Entonces es cuando el joven quiere que te quedes, que no caiga la noche sin más. Han tocado algo que sí merece la pena. Y eso incluye una historia compartida, ser parte de un proyecto, de un sentido, de algo más que solo calmar mis propias necesidades particulares. Ya no es solo buscar obsesivamente aquello que me distinga de otros, aquello que me haga distinto, que me separe de los demás, cuanto más excéntrico mejor… Ahora estoy buscando en profundidad, buscando lo que me hace de verdad profundamente humano. Estoy buscando en el espacio de la gratuidad, no de la compulsión. «Quédate».
Y entonces, y solo entonces, se va a revelar el Cristo que ha vencido a la muerte. Ahora y solo ahora, después de 17 versículos, llega el momento crucial. No es Amazon, no es Tik Tok, no es un resumen en 15 segundos. Es el momento cuando es el momento: hacen el signo del Reino, creen, se mojan, se la juegan, se lo creen… y le ven, vivo y vivo para siempre. ¿Y cuál es el signo? El del Reino de Isaías 25, todos los pueblos de la tierra reunidos en torno a la misma mesa y Dios enjugando todas las lágrimas. El signo de Jesús que inaugura y anuncia ese inicio del Reino de definitivo. Olvidadlo todo, pero nunca, nunca dejéis no de hablar del Reino sino de «hacer» el Reino: sentaos juntos, miembros de la misma y única familia de la Humanidad, símbolo de toda la creación, y partir el pan y compartid el vino. Sed lo que estáis llamados a ser, sed el sueño de Dios por el que fuimos creados: fraternidad. Y allí seréis vosotros mismos de verdad, único y hermano de los demás, uno y muchos, como el mismísimo Dios, Uno y Trino.
Esta es la sabiduría milenaria que ofrecemos: camino compartido, vidas entrelazadas, escucha y diálogo, relectura de vida, y, sobre todo, partir juntos el pan: celebrar la fraternidad.
Esto requiere tiempos, pausas, humildad, jugártela por ellos… escuchar, proponer, acompañar. Quizá esto es hoy lo que les pasaba a las primeras comunidades: estar en el mundo, pero no ser del mundo sino luz que rompe las tinieblas… gratuidad y humildad en medio de luces y consumo; sencilla, humilde, fragilidad fraterna. Caminemos juntos.
Estoy buscando en el espacio de la gratuidad, no de la compulsión.