Iñaki Otano
En aquella ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.
Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’. Pero el viñador contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás’”. (Lc 13, 1-9)
Reflexión:
En el tiempo de Jesús hubo un momento en que dos hechos conmocionaron a la gente, y todo el mundo hablaba de ello. Uno de esos hechos fue la represalia sangrienta de Pilato contra los galileos que se habían rebelado contra el poder romano: mandó pasar a cuchillo a los jefes y a parte de la población. El otro suceso fue que se cayó un muro y aplastó a dieciocho.
La gente comentaba estas cosas y algunos pensaban que había sido un castigo de Dios por los pecados cometidos. Pero Jesús niega que estas dos desgracias se deban a un castigo por los pecados, puesto que los galileos que murieron así no eran más pecadores que otros muchos galileos que no murieron de una manera tan trágica.
Al mismo tiempo, Jesús quiere sacar una consecuencia positiva: Convertíos. Que el mal y la desgracia no nos venzan sino que seamos nosotros los que les ganemos la partida. Un sufrimiento, una enfermedad, una desgracia, pueden ser una ocasión de vivir el amor. Por ejemplo, ante una persona que está enferma, tenemos que hacer todo lo posible para que se cure, pero al mismo tiempo la enfermedad suscita una mayor atención, una mayor solidaridad y sacrificio por el enfermo. Una desgracia a evitar, la enfermedad, puede provocar un amor más grande. Juan Pablo II, tras afirmar que “el evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento”, asigna a este el papel de “provocar el amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la civilización del amor”.
Vivido con el espíritu de Jesús, el sufrimiento no solo no degrada, no lleva a la desesperación, sino que humaniza porque permite vivir con sentido ese dolor, que no se ha buscado pero que aparece en nuestra vida sin pedir permiso. Dice el eminente psiquiatra Víctor Frankl (1905-1996): “El interés principal del hombre no es encontrar el placer, o evitar el dolor, sino encontrarle un sentido a la vida, razón por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir, a condición de que ese sufrimiento tenga un sentido”. Y añade: “el sufrimiento no significará nada, a menos que sea necesario; por ejemplo, el paciente no tiene por qué soportar, como si llevara una cruz, el cáncer que puede combatirse con una operación; en tal caso sería masoquismo, no heroísmo”.