El silencio es un elemento fundamental en nuestras vidas. Contrasta con la vorágine de la vida diaria de los núcleos urbanos y nos devuelve a los sonidos primarios de lo natural. Nos descansa la mente y nos ayuda a ordenar ideas. El silencio nos permite escuchar. Profundiza en la hondura de nosotros mismos, lo que late y vibra allí sintoniza con aquello que es de por sí sonoro, que nos resuena en el centro de nuestra identidad, y nos confronta con la realidad. Nos agudiza el oído y la sensibilidad frente a nuestras propias verdades a veces sepultadas.
La aceleración del ritmo en las ciudades nos ha puesto de manifiesto que tenemos que aprender también a dar tiempos al silencio. Y esto se puede hacer de muchas maneras, también desde el arte.
Hay artistas como Adriana Torres (Adriana Torres de Silva, http://adrianatorres.es) que ponen en relación la capacidad del ser humano de escuchar el silencio con la expresión de ese silencio a través el arte. Esta sevillana, licenciada en Bellas Artes, hizo su tesis doctoral sobre el silencio. En sus trabajos convergen multitud de técnicas que van desde la utilización del pelo, el vidrio y el agua como elementos plásticos a escayola o resina que dan textura y profundidad tridimensional a los conceptos que quiere transmitir. Por ejemplo, expuso en la Fundación Pons una escultura en resina de un corazón iluminado, un corazón que late e ilumina desde el interior (ver foto 1), o una silla de ruedas de hospital, pintada al óleo de blanco (ver foto 2) que nos recuerda que no importa el exterior, porque lo que vuela es el interior. Combina escultura, fotografía, multimedia, collage, dibujo o escayola con un único fin: «El arte es un acto de amor o no es».
Su reflexión sobre el silencio produce obras centradas en la «vida espiritual» que van más allá de lo fundamental de la vida y se centran en los frutos del vaciamiento interior. Así ha expuesto en Londres, Sevilla, Barcelona, Zaragoza y en ARCO Madrid sus series de «Flores de Silencio», «Más allá» y «Fundamental, Funda-mental» (ver foto 3). En su reciente obra, «Quien dijo que todo está perdido», expuesta, en 2014 en La Casa del Arco, se centra en el corazón como centro y vida de la realidad. Escuchar al corazón es escuchar el silencio que nos conforma y nos sustenta.
Su obra resulta profundamente religiosa, aunque no lo explicite, ya que deja respirar desde el exterior mostrando el interior. Dios habla desde ese interior, desde el centro del cuerpo, con la postura y con la respiración. No hace falta pensar en cómo respiramos sino dejar que Dios respire en nuestro interior. En la obra de Adriana podemos destacar tres elementos vinculados íntimamente a la experiencia de silencio: la respiración, la distancia y el tiempo.
Primero, la respiración. Al respirar en silencio, Dios respira de forma silenciosa, sin manifestarse plenamente del todo sino con sigilo, con discreción, como si fuera un rumor lejano. Por eso, solo con el silencio se puede percibir la respiración de Dios en mí. Cuanto más practiquemos el silencio, más nos encontraremos en situación de experimentar la respiración de Dios en él.
Segundo, la distancia. Respirar y observar son dos acciones enlazadas. Su ejercicio nos lleva a tomar conciencia sobre nosotros mismos, separándonos de la agitación de lo cotidiano, y pudiendo desprendernos de ello tomando distancia de la realidad. Dejar que las cosas afloren, dejar salir sin hacer juicio, como si solo fuéramos observadores. A medida que todo sale, nos vamos liberando de nosotros mismos y nos encontramos con el silencio de Dios.
Por último, el tiempo. El tiempo necesita su «espacio». Al igual que con Dios, el encuentro en el silencio debe ser abundante en tiempo, porque el tiempo deja reposar la realidad que se está viviendo. Es un tiempo para uno mismo. Es un tiempo que deja desprender lo innecesario. Es un tiempo que permite engancharse a otra realidad más profunda y misteriosa.
Observando la obra de Adriana Torres, podemos darnos cuenta de que mirada y silencio nos evocan un espacio vacío, que se abre en medio de la vida apresurada para hablarnos de otra forma de captar la realidad. Ejercitar el silencio también nos permite escucharnos mutuamente. Abrirnos al otro con más facilidad, captar la palabra del otro con más apertura y disponibilidad. Recuperar los gestos silenciosos donde podemos descubrir que vibramos juntos, y nos sostenemos juntos, desde el silencio del corazón.
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