EL MITO DE LA IRRECONCILIACIÓN ¿QUÉ ES EDUCAR? ¿QUIÉN ES EL MAESTRO? Descarga aquí el artículo en PDF
Enrique Fraga
Creo que a veces pensamos en maestros como en profesores, o incluso en instructores; y paralelamente nuestro concepto de educación se acerca más al de instrucción que al origen etimológico de educación («conducir fuera de» o «extraer de dentro hacia fuera»). Educación nos remite en última instancia a ayudar a una persona a mostrar toda la luz que tiene dentro, a desvelarse, a brillar.
Educación nos remite a ayudar a una persona a mostrar toda la luz que tiene dentro
Como ya intuyera Platón, la educación nos remite a orientar, a acompañar, a dirigir la mirada del propio alumno de modo que pueda hacer uso de sus talentos. Maestro será por tanto quien tenga la capacidad de orientar a otro de forma que muestre todo el bien que puede ofrecer, sin que tenga que imponerle verdad alguna propia del maestro. Toda educación, y especialmente en los aspectos profundos de la persona, debería apuntar en este sentido. Educar no es poner límites, dar recetas, instrucciones, listas de buenas y malas prácticas, todo eso puede ser necesario en alguna fase de la educación, pero jamás podrá ser resumida ni reducida a eso.
Dimensión corporal
En el caso particular de la educación afectivo-sexual se suma al problema anterior el tabú. Si bien mencionaba a Platón anteriormente y como europeo-occidental reconozco el valor de la filosofía platónica en nuestra herencia cultural, su fuerte dualidad antropológica parece habernos condenado sin posibilidad de redención a juzgar el cuerpo como fuente de todos nuestros males. Platón describió el cuerpo como la cárcel del alma y durante siglos se acabó asociando lo corpóreo y sus placeres como algo de lo que guardarnos si queríamos acceder al perfeccionamiento moral y, desde un punto de vista cristiano, a una vida orientada hacia Dios. Como casi todo puede tener su parte de verdad, puede adecuadamente dirigir nuestra mirada a ver que las realidades donde nos jugamos la existencia no son materiales, no se comen ni se tocan, pero tomado demasiado en serio puede conducirnos a banalizar y menoscabar una parte importante de nuestro ser. El judaísmo no se planteó que la carne (en el Credo afirmamos creer en la resurrección de la carne) que integra nuestro ser pudiera ser escindida en dos realidades irreconciliables —alma/cuerpo— y santo Tomás también contribuyó a perfilar un modelo antropológico en el que cuerpo y alma se reconciliaban siendo dos caras de una misma realidad inseparable, en tanto que ambas nos condicionan y nos hacen ser quienes somos. No obstante, el pensamiento occidental no parece haberse reconciliado adecuadamente con su cuerpo, y seguimos, aún hoy día, censurando el lenguaje acerca del cuerpo, la sexualidad, sus placeres etc. O, en algunos sectores de la sociedad, a través de un movimiento pendular se sitúan en el caso opuesto, mediante el que la vida humana es reducida a una hedonista búsqueda inmediata del placer que solo arraiga en la corporalidad. Y antes este panorama la voz de Dios clama: «¡Reconciliación!».
¿Qué hace falta para una cristiana educación afectivo-sexual?
En primer lugar, que los educadores tengan una visión integral de su ser, en la que no caben buenos y malos. Una antropología de la reconciliación que ponga al cuerpo en el lugar que merece, como parte integral de la persona, sin idolatrarlo pero sin excluirlo, apartarlo ni negarlo. En segundo lugar, una vocación educativa esperanzada: que cree y reconoce las capacidades y el valor de aquellos a quienes debe acompañar, y que apuesta por una educación entendida como desvelamiento y no instrucción. En definitiva, una mirada ilusionada hacia las nuevas generaciones, quienes son sujetos (no objetos) de su educación y sus posibilidades.
En tercer lugar, la búsqueda conjunta de maestro y discípulo, de acompañante y acompañado, de las posibilidades que anidan en cada persona y que debe descubrir cada cual. Y para el caso concreto de la afectividad y sexualidad: una búsqueda abierta —con los límites puestos en el respeto por los otros y por sí mismo/a—, tolerancia hacia las formas de expresión de la afectividad y los propios descubrimientos afectivo-sexuales, la creación de espacios seguros —en los que se escucha sin juicio, se cuida y se acompaña—, la aceptación de las emociones, de los afectos y las pasiones —profundizando en la relación con ellas y la respuesta que se les da—, el aliento hacia la construcción de relaciones firmes y significativas en las que entran en juego las potencialidades de la persona expandiéndose y alimentándose.
¿Qué otras búsquedas y caminos se te ocurren?
Una antropología de la reconciliación que ponga al cuerpo en el lugar que merece