Recorro lugares a veces por casualidad y otras por gusto. Lo que transito por necesidad es insignificante, ni lo siento ni lo padezco.
Deambulando he encontrado varias veces la extraña figura de un hombre de bronce que camina hacia adelante inclinado más de la cuenta, como si tuviera prisa. Los brazos caídos con las manos entrecerradas, los pies anormalmente montañosos, la mirada clavada en el frente, el pecho hundido, no esconden, sino que realzan el chasis que parece ser el personaje. El individuo, que diríase erróneamente recién salido de un campo de concentración, como afirmó el artista con rotundidad, no es ni menguante ni exhausto. Es Giacometti, soy yo. También tú.
En 1947, Alberto Giacometti acometió el tema del hombre que camina por primera vez. Pierre Matisse y Aimé Maeght sufragaron el bronce de 67’3 cm, que realizó Rudier, el fundidor de Auguste Rodin. La pieza se vendió por 700 dólares. En 2010, uno de los 10 ejemplares existentes de Homme qui marche I fue vendido por 104 millones de dólares, la cifra más alta pagada jamás por una escultura. Alguien quiso comprarse un símbolo.
¿Es posible tener a Giacometti, poseerme a mí, hacernos con cada uno de los varones y mujeres? No y no. El hombre que camina es un símbolo de la irreductibilidad humana sin pretenderlo –le hubiera horrorizado–. Lo que de lejos es mera caña, que diría Giacometti con su admirado Pascal, de cerca es argamasa trabajada por los dedos de la vida. Toda esa esbelta figura, que él siempre quiso no disminuida, está plasmada en el yeso inicial usando la punta de los dedos, lo que le confiere una plasticidad extraordinaria y minimal que el bronce ha conservado. Como dice el artista en sus Diálogos del Louvre: «El detalle es el que diferencia, destaca una forma de las demás, es el que hace a su alrededor ese vacío que llamamos espacio.» Efectivamente, cada ser humano es reconocible por detalles en su espléndida e irrepetible singularidad. De lejos, todos parecemos autómatas ridículos, pájaros sin plumas. Cuanto más de cerca, más humanos, dignos y alados vemos a nuestros semejantes. En el interior, quien se aventura encuentra a Dios mismo y su hálito.
Dice el artista suizo en una entrevista titulada Mi larga marcha: «…la gente en la calle, que va y viene… un poco como las hormigas, cada uno parece ir a su aire, solo, en una dirección que los demás ignoran. Se cruzan, pasan al lado de los otros, sin verse, sin mirarse, ¿no?» Este es el drama que acucia al hombre de siempre, y más al actual: el anonimato. ¿Quién soy si nadie me reconoce? ¿Soy sin inter-ser? En esos Tres hombres caminando (1948) que se cruzan sin trenzarse hallamos la respuesta.
Homme qui marche. Bellísimo verbo: no se trata de ir(se), sino de marchar, que en español y en francés (de donde lo hemos tomado nosotros) significa etimológicamente “pisar, dejar huella, imprimir”. Caminar es sinónimo de hollar la tierra, de dejar una huella indeleble en el mundo. El hombre que camina no eligió venir aquí, pero tampoco ha sido arrojado a la existencia como una nulidad. Ha sido traído para que avance y haga historia, su historia, y que ella permanezca indeleblemente en el universo cuando no esté. Nada volverá a ser lo mismo tras su marcha.
Soy un hombre que camina, soy un ser afortunado. Mis pasos me llevarán a otro lugar, a nuevas experiencias. Mientras camine tendré futuro, habrá esperanza. Habré dejado a las espaldas pasos ya dados. En mi fragilidad moldeada por la vida, mi única responsabilidad será a cada momento dar el paso que toque sin perder el equilibrio. Pero, si caigo, mis piernas podrán volver a alzarse. Volveré a caminar mirando al horizonte. Allí nos encontraremos todos los caminantes tras la marcha.