No nos preguntamos por qué este ser humano viene aquí, si huye de la guerra, si nosotros en su lugar hubiéramos hecho lo mismo… quién es rígido tiene una única idea en la cabeza: ¡es extranjero y tiene que volver a su casa!
¿Sabes qué pienso yo cuando veo un inmigrante? En primer lugar, pienso en mi padre inmigrante. Y después me hago esta pregunta: ¿por qué ellos y no yo? Y me lo repito otra vez: ¿por qué ellos y no yo? Todos nosotros podríamos estar en su lugar: pongámonos siempre en el lugar del otro, aprendamos a ponernos sus zapatos, a pensar como seríamos si ni siquiera tuviéramos el dinero para comprar esos zapatos.
Si Dios nos ha dado la posibilidad de vivir mejor, ¿por qué no se lo agradecemos e intentamos ponernos en el lugar de quien es menos afortunado que nosotros? Tenemos que sentirnos responsables del prójimo. Qué bonito sería si cada uno de nosotros empezara a preguntarse: “¿Qué puedo hacer yo para aliviar el dolor de los demás, ya sean compatriotas o extranjeros?” Y, en cambio, lamentablemente, quien es rígido tiene solo una pregunta en la cabeza: “¿Qué puedo hacer para que se marche?” Sucede lo mismo con las ideas nuevas: el rígido es incluso incapaz de aceptar que puedan existir.
Si por un lado preocupa la cerrazón de los populistas hacia los inmigrantes, por otro lado resulta bonito advertir la generosidad de algunos pueblos hacia esa causa. Cuenta la acogida, estar dispuestos a acoger, predispuestos al altruismo; esto es lo que queda realmente y lo que debe hacer que los ciudadanos de esos países se sientan orgullosos: le han mostrado al mundo el valor de la acogida.