La muerte es interpretada por los seres humanos como una amenaza, un desafío. Cuando era niño, los médicos me diagnosticaron los quistes en el pulmón y experimenté por primera vez el miedo a morir. Era una angustia, algo misterioso, el choque con el final; y, sin embargo, era tan joven. La juventud y la muerte son dos imágenes racionalmente muy lejanas, y en cambio yo las experimenté, y esa experiencia me desorientó mucho. Miré a mi madre, la abracé con fuerza y le dije: “Mamá, ¿qué me está pasando? ¿Me moriré?” Fue una época muy difícil, mucho.
Tener miedo a la muerte significa tener miedo de la aniquilación total: tan solo quien tiene fe en el más allá es capaz de tener confianza. Cuando hablo de la muerte con ateos, o con quienes se consideran como tales, excavando un poco más a fondo en su ateísmo descubro que en muchos de ellos es recurrente que se refieran al más allá, a una energía; algunos la llaman así, que es algo en lo que coincidimos todos.
Recuerdo a un señor que fue muy importante para mí por algunas afirmaciones suyas. Cobraba las facturas de la luz y del gas; lo hacía puerta a puerta, uno de esos trabajos que ya no existen. Un día, hablando de la muerte, me dijo: “Yo no tengo miedo de cuando llegue la muerte, mi miedo es verla cuando esté llegando…”.
También por esto quiero insistir en que sin sentido del humor es muy difícil ser feliz; tenemos que ser capaces de no tomarnos demasiado en serio.
También quisiera decir algo sobre el suicidio. El suicida es una víctima. De sí mismo, acaso de sus pecados, o de una enfermedad mental, de la condición social o de otros aspectos contingentes y condicionantes. El hipócrita, en cambio, es más un verdugo: este sí que se suicida cada día; suicida su moral y su propia dignidad, vive de las apariencias. Estos son los grandes suicidas que hay que condenar…