El encuentro fuerte con Dios se produjo cuando tenía casi diecisiete años, exactamente el 21 de septiembre de 1953. Estaba yendo a reunirme con mis compañeros de colegio para hacer una acampada. En Argentina, el 21 de septiembre es primavera y, en esa época, se celebraba una fiesta dedicada a nosotros, los jóvenes. Era católico como mi familia, pero jamás antes de aquel día había pensado ni en el seminario ni en un futuro dentro de la Iglesia. Quizás de niño, cuando hacía de monaguillo, pero de una manera muy fugaz. Caminando, vi la puerta de la parroquia y algo me empujó a entrar: allí vi venir hacia mí a un sacerdote. Sentí entonces el deseo repentino de confesarme. No sé qué sucedió exactamente durante esos minutos, pero, fuera lo que fuera, me cambió la existencia para siempre. Salí de la parroquia y regresé a casa. Había entendido de una manera intensa y límpida cómo sería mi vida: tenía que hacerme sacerdote. Mientras tanto estudiaba química y empecé a trabajar en un laboratorio de análisis; también tuve novia, pero dentro de mí continuaba arraigando cada vez con más fuerza la idea del sacerdocio.
Sabía que sería mi camino, pero algunos días me sentía como un péndulo. No quiero ocultarte que también tenía algunas dudas, pero Dios gana siempre y, al poco tiempo, encontré la estabilidad.