El cortejo divino – Juan Saunier Ortiz

Fue Giorgio Vasari, en su “Vite de’ più eccellenti pittori, scultori e architettori” (1468), quien le puso de sobrenombre Angélico, haciéndose eco de la fama de profunda religiosidad que acompañaba ya por entonces a Fra Giovanni da Fiesole y a su obra.

Beato Angelico está enterrado en la iglesia romana de Santa María sopra Minerva. Cuenta la tradición que fue el Papa Nicolás V quien hizo grabar en su sepulcro sendos epitafios que dicen mucho de lo que movió al fraile florentino a pintar. Leamos el primero.

Aquí yace el venerable pintor Juan de Florencia de la Orden de Predicadores, 1455. No tenga yo alabanzas porque sea como otro Apeles, sino porque el beneficio lo entregaba a los tuyos, oh Cristo. Unas obras quedan en la tierra, otras en el cielo. La tierra que a mí, Juan, me trajo, es la flor de Etruria.

La comparación con el gran pintor clásico no resulta exagerada. Pues si aquél fue capaz de inmortalizar al mismísimo Alejandro Magno, éste nos ha dejado la bellísima imagen de un Dios que habla al corazón de una joven doncella, María.

En el segundo epitafio se le llama siervo de Dios, pues ya en vida le acompañó fama de varón santo, y la Orden de Predicadores lo tuvo como modelo de fraile desde su muerte. Aunque sólo en 1982 fue declarado oficialmente Beato por San Juan Pablo II, quien además lo nombró patrono de las artes, en especial de las pictóricas.

No debe extrañar que su interioridad se vea reflejada en sus obras. Como dijo de él Pío XII, “Fray Angélico enfocó sus conquistas estéticas desde el ángulo del hombre, desde su interioridad, buscando el reflejo divino, empeñándose en escudriñar sus sentimientos espirituales, dando así vida a un tipo de ‘hombre modelo’, que acaso rara vez se encuentra en las condiciones de vida terrena, pero que debe proponerse a la imitación del pueblo cristiano.” (Apertura de la exposición sobre Fra Angélico en el centenario de su muerte). Debió ser así, pues del artista este lema: “Quien hace las cosas de Cristo, debe estar siempre con Cristo”.

Podríamos seguir hablando del gran pintor florentino, pero creo que basta. Me gustaría, a cambio, que nos detuviésemos por un instante para reflexionar a partir de un detalle de la obra en el que nunca había reparado yo hasta ayer, cuando me lo advirtieron. Se trata de las alas del ángel Gabriel, portador del mensaje divino a María: sus alas doradas con plumas de pavo real.

En las culturas antiguas, el pavo real era símbolo de la inmortalidad. Para el cristianismo, además de aludir a la vida eterna a la que se accede por la resurrección, era un recordatorio de la vida en el Paraíso (del que son expulsados Adán y Eva por el mismísimo Gabriel en la escena izquierda de La Anunciación) y, por la forma de ojo de sus plumas, indicio de la presencia permanente de Dios, que todo lo ve. En Roma, emperatrices y princesas se apropiaron del vistoso plumaje del pavo real como símbolo de su estatus personal. Sin embargo, en el cristianismo nunca se representaba el pavo con la cola desplegada, pues era tenido como muestra de vanidad.

¿Qué puede querernos decir Beato Angélico con un despliegue de las alas del arcángel de tal magnificencia? Sugiero que lo entendamos como representación de lo que el Amado hace para cortejar a la doncella elegida: vestir sus mejores galas. Envuelto en la majestad del oro, rodeado por la luz que hace que la estancia donde la Virgen recibe la noticia y ella misma resplandezcan en mil colores, se presenta como Vida en Plenitud y se postra ante la joven muchacha de Nazaret. Y ella la acoge inclinándose, aceptado el amoroso cortejo.

Y digo yo que quizá a Dios se le ocurriera en ese momento exclamar como el salmista “hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos” (Sal 83,4). Había encontrado, para fortuna nuestra, quien acogiera la semilla del Hombre Nuevo.

La Anunciación es la pieza central de la exposición Fra Angelico y los inicios del Renacimiento en Florencia que estará abierta en el muso del Prado hasta el 15/09/2019.