EL CORAJE DE ACEPTAR RPJ 559 Descarga aquí el artículo en PDF
Maria José Rosillo
El primer paso que debía dar era el de darme cuenta de mi resistencia a ver la realidad de mi vida. Una realidad sin tapujos ni medias tintas. Una realidad que suponía el coraje de aceptar quién era de verdad.
Una de las necesidades más profundas del corazón humano es la de ser apreciado, querido. Toda persona necesita que la valoren; todos desean sean amados, aunque esto resulte ambiguo por la gran variedad de tipos de amor que existen. Pero existe un amor mucho más profundo que podríamos llamar amor de aceptación. Y ese es el que realmente nos transforma.
Ser aceptado significa que las personas con quienes me relaciono cada día, con quiénes convivo, me hacen sentir que realmente soy valiosa para ellos, que soy digna de respeto, que se me permite ser auténticamente yo, aunque este «ser» esté aún en proceso de serlo. Aceptar es, por tanto, acoger a la persona y su proceso.
En mis encuentros de oración con el Señor durante mi paso por la vida religiosa, que considero y consideraré siempre mi proceso de revelación, Él me hace entender que ya no tengo que pasar más por quien no soy, que ya no tengo que fingir nada, ni ocultar nada a sus ojos, ni maquillar nada que no forma parte de mí, por miedo al rechazo. Porque Él no me va a rechazar. Ya me lo está mostrando cada día en la oración. Me está recordando la grandeza de su amor, me da la paz del amigo y la tranquilidad del alma. «Mi princesa… te amo. Te amo tal como eres, porque yo te he creado así», escribía en una ocasión en mi diario personal.
La aceptación implica también reconocer y acoger los errores que cometemos que forman parte de nuestro proceso de aprendizaje. Pues aprender consiste precisamente en desarrollar al máximo todas esas potencialidades que hay en cada uno de nosotros y que solo se manifiestan desde la libertad de su expresión plena. Solo siendo aceptados llegaremos a ser eso a lo que estamos llamados a ser, sea lo que sea. Y ser amado, aceptado, acogido, no por lo que hace, sino por lo que se es en sí mismo.
Aceptar no implica esconder las limitaciones o encubrir los errores. Si negamos las faltas de alguien, realmente no le estamos aceptando tal cual es. Y, por otra parte, no esperar nada de nadie es como destruirlo o hacerlo estéril. La persona que no se siente aceptada, buscará esa aceptación por cualquier medio a su alcance:
A través de la jactancia ya sea de manera sutil o manifiesta, buscando la forma de obtener la alabanza o la estima que tanto necesita. O la rigidez en sus formas de expresión o comportamiento cuando en realidad lo que le destruye es su falta de seguridad en el camino de la vida, su falta de coraje para arriesgarse a dar el paso fuera de lo conocido. No aceptar en plenitud convierte a la persona en un ser que se percibe a si mismo inferior al resto.
¿Cómo podía trabajar en mi propia aceptación si desde todos los frentes posibles, la sociedad, la universidad, la comunidad eclesial… me habían enseñado que ser homosexual es estar enfermo o endemoniado? ¿Cómo conseguir desarrollar todo mi potencial, si parte de lo que soy queda oculto precisamente para conseguir la aceptación de los otros, del grupo en el que deseo ser admitida, de mi comunidad eclesial? ¿Cómo vivir para siempre siendo una false máscara de quien realmente no era? ¿Sería capaz de vivir una vida que no era la mía para siempre?
«Señor, dime ¿qué hago? ¿Puedo ser esposa tuya siendo lesbiana? ¿Puedo aceptar esa condición mía que yo no he elegido para servirte el resto de mi vida? Porque yo deseo ser esposa tuya y ser fiel a ti. Ofreciéndome entera a tu obra. No quiero otro amor, solo el tuyo», escribía en otro lugar de mi diario en uno de los momentos de mayor desgarro del alma, porque tenía que volver a tomar la decisión más difícil de mi vida.
El Señor, por supuesto que responde. Responde siempre a nuestras plegarias. Lo único que sucede es que responde en su propio lenguaje, en su propio tiempo, no en el nuestro y solo cuando estamos preparados y a tiro para escucharlo. Y responde desde palabras como esta:
«El lugar en que estás es tierra sagrada» (Ex 3,5), que me recuerda que Él está en mí, en cada uno de nosotros, haciendo que todo nuestro ser se convierta en su templo y en su morada.
Y sigue hablando…
«Mira cómo te tengo grabada en la palma de mi mano» (Is 59,16), recordándome que Dios nunca puede mirarse las manos sin ver mi nombre. Y mi nombre, eso soy. No puedo ser algo sucio o demoniaco si estoy grabada en las manos de Dios.
Dice San Agustín que «un amigo es alguien que lo sabe todo de ti». El sueño de todas las personas es encontrar a alguien en sus vidas con quien realmente poder compartir, que nos comprende, nos escucha, nos acoge incondicionalmente.
Aprendo y experimento en estos encuentros con el Señor que Él, incluso sin palabras, en el silencio, sabe lo que quiero decirle. Me hace comprender que me adora con todo lo que forma parte de mí, mis ideales, mis sueños, mis faltas, mis sacrificios, mis alegrías, mis éxitos y mis fracasos. Me siento aceptada por Él, plena y auténticamente, sin tener que fingir más. Sin tener que ocultar nada más. Y puesto que tengo fe en Dios, ¿cómo no voy a tener fe en mí? Si Él cree en mí ciegamente.
Aprendo a aceptar que soy valiosa para Dios, que me ha elegido para colaborar con Él en su obra de salvación, aunque no sepa muy bien con exactitud en qué lugar, desde qué espacio, desde qué tarea o ministerio. Y desde esa aceptación plena del amor de Dios hacia mí y, por tanto, desde esa autoaceptación de lo que soy en plenitud, puedo enfrentarme a mis limitaciones sin sonrojarme, sencillamente, con humildad, sin ira, sin amargura habiendo adquirido el perdón de mí misma que era el otro de los pasos que quedaba pendiente de realizar.
Aceptar no implica esconder las limitaciones o encubrir los errores
El Señor, por supuesto que responde. Responde siempre a nuestras plegarias