Desde hace ya demasiado tiempo la religión y la Iglesia católicas han sido vistas por muchas personas como un férreo código moral que marcaba con la señal de pecadores a quienes lo incumplían y su fiel e intransigente guardián. Normas y más normas –siempre más relacionadas con la sexualidad que con el dinero, por ejemplo– para organizar la vida de todos. Y los encargados de velar por su cumplimiento, inflexibles frente a las más mínimas desviaciones.
Sin embargo, se nos olvida a menudo recordar como creyentes a la sociedad que el código moral que propone Jesús de Nazaret no sigue patrones normativos al uso. Es más bien una apuesta radical por el principio absoluto del amor en sus múltiples variantes: la misericordia, el perdón, la comprensión, la compasión…
No es fácil, claro, medir el amor, más aún cuando se nos pide que lo derramemos «sin medida». De ahí que los seres humanos, tan dados a reducir todo a nuestra propia magnitud, hayamos inventado fórmulas para decidir quién queda fuera y quién dentro de nuestro selecto club.
Pero la fórmula de la educación moral es en realidad mucho más simple: cuando dudes, pregúntate qué haría Jesús. Si aun así dudas, porque no siempre es fácil situar al Maestro de Nazaret en el complejo contexto contemporáneo, con sus matices, sus novedades de vértigo y su asombrosa capacidad para generar fake news, que en la balanza gane siempre el amor frente a la envidia, la violencia, la avaricia o la ira.
Las parroquias alemanas lo han tenido claro cuando se ha tratado de acoger o expulsar a inmigrantes. Las religiosas vedrunas o adoratrices, cuando había que elegir entre proteger o condenar a las mujeres víctimas de la trata y la prostitución. Lo mismo las comunidades que acogen a divorciados o visitan a delincuentes en las cárceles. Cristianamente no hay duda: el ser humano siempre por encima de la ley. Y educativamente no hay nada más eficaz: el ejemplo. Un ejemplo moral que no siempre aparece en los códigos. Pero garantiza la pertenencia al club de los seguidores de Jesús.
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