Después de unos días de convivencia entre adolescentes lo he vuelto a comprobar: pocas cosas hacen más feliz que la sensación de ser escuchado. Una habitación casi a oscuras y ninguna dinámica ni material más que las propias personas que se arrebujan en unos viejos sofás, y que no dudan en preferir la propuesta de “contar secretos” frente a la de contar “historias de miedo”.
Y así, uno a uno, poco a poco, fueron abriendo sus corazones al resto de la clase, con la esperanza de que sus confesiones sirvieran quizá para una pequeña redención, o para encontrase con algún alma cautiva que pasase por trance semejante, o para que abriera el grifo de las lágrimas que el postureo tenía encadenadas.
Silencios respetuosos, consejos de amigos, palabras de ánimo, te queremos… cosas muy humanas, solidarias, entrañables. Pero también deseos de trascendencia cuando alguno o alguna reparaba en el milagro de sentirse unidos, o cuando encontraba perdón para lo que la gente no le perdonaba, o cuando se pedían fuerzas para afrontar, seguridad para continuar o simplemente algún amigo que nunca fallase, como contaban de Jesús. No era las diferencias de religión, de ideologías o de orientación sexual lo que les tenía separados… Tampoco las traiciones y las debilidades… Lo que los separaba era el engaño de que solo y en mi mundo estoy mejor que abierto al otro… Ese engaño que me llega en forma de pantalla, de música, de ocupaciones, de espejos… que me llega por todas partes intentando que yo me haga un ovillo de mí mismo, ajeno al asombro de soltar hilo para que vuele la propia cometa.
Sí, los otros. El cielo son los otros, por si alguien lo dudó después del desengaño y la guerra. No son el infierno, no, los demás. Los que me alteran y me mueven, los otros, las otras, todas las personas son siempre cielo que me hace subir al viento del Espíritu.