El bien haya cobijo en la belleza Domenikos Theotokópulos – Juan Saunier Ortiz

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Traemos de nuevo a nuestra revista otra propuesta de diálogo fe-arte. El autor, que va desgranando elementos de la realidad artística que nos sorprenden a los meros espectadores, quiere conducirnos, no sin esfuerzo por nuestra parte, al descubrimiento de aspectos que en muchas ocasiones quedan velados y escondidos. Es una propuesta para leer despacio a la vez que se contemplan los cuadros y las imágenes. No es una propuesta para la pastoral directa, sino un alimento para el pastoralista, para aquél que acompaña a jóvenes cuya realidad estética y capacidad contemplativa quedan tantas veces sofocadas por el ritmo, el estilo de vida práctica y la casi ausencia de momentos para el silencio y la contemplación

Doménikos Theotokópoulos
(*1541 , †1614)

Mucho se alaba y comenta hoy de uno de los pintores más extraordinarios que han trabajado en nuestro suelo, y cuya influencia en el arte moderno es inmensa. No siempre fue así. Tras su muerte, el 7 de abril de 1614, un manto de incomprensión y silencio se extendió sobre su obra y persona en la tierra que lo acogió. Citemos el llamado “Vasari español”, El Parnaso español, pintoresco y laureado (1723 ca), de Antonio Palomino, obra donde se acuñó el tópico con el que se le valoró hasta bien entrado el siglo XIX: “[El Greco] lo que hizo bien, ninguno lo hizo mejor; y lo que hizo mal, ninguno lo hizo peor”. El desdén del cretense por el dibujo y el uso académico de la perspectiva, su estilo tildado de caprichoso y extravagente, la apariencia astigmática y descoyuntada de las figuras, el empleo desabrido del color o la profusión de sombras, enervaba a los expertos y desorientaba al resto. Aunque no probablemente a las buenas gentes de Toledo, su ciudad, que cuidaron de sus obras con devoción y nos las han conservado.
Fuera de España, el Greco no fue conocido hasta ser redescubierto en el Romanticismo. Théophile Gautier fue el primero en ponderar la locura grequiana, abriendo el interés al otro lado de los Pirineos por su obra. Delacroix, Millet, Manet iniciarán la lista de pintores que se van a sentir fascinados por su colorismo, sus yuxtaposiciones representativas, su perspectiva múltiple y su distancia con el naturalismo.
Doménikos Theotokópulos y su evolución como artista son de conocimiento reciente. El primer estudio serio sobre su obra, el de M. B. Cossío, apenas tiene un siglo. Desde entonces se ha indagado con rigor en sus largos años de formación, pues Il Greco se estableció en Toledo con 36 años. Hoy sabemos de su estancia veneciana y su aprendizaje de Tiziano, Tintoretto, Veronese y Bassano, de su fugaz paso por la Roma en la que reinaba Miguel Ángel después de muerto. Y somos conscientes de su formación como iconógrafo de la escuela cretense y del bizantinismo mediterráneo que fertiliza su obra.
Desde entonces, una variedad de interpretaciones acompaña a su figura. Hay quienes creen en el Greco humanista, otros en el bizantino e incluso cripto-ortodoxo. Se le ha relacionado con el misticismo español del siglo XVI y con el catolicismo en desacuerdo con la Contrarreforma. Algo hay de todo ello en la obra del artista, quien, no obstante, resulta incalificable. Y, aunque sólo sea por eso, merecedor en sus obras de contemplación pausada.
Hemos escogido como excusa para conocer al famosísimo griego de Toledo el asomarnos a su biblioteca. Estamos convencidos que podremos entender cómo es nítidamente deudor de la teología de los Padres Orientales. Aplicaremos los resultados de la indagación a una obra; esa que, a juicio del profesor Álvarez Lopera, autor del catálogo de referencia de sus pinturas, es su “testamento estético”, concluida pocos meses antes de su fallecimiento: una Inmaculada Concepción encargada para la capilla que Dª Isabel de Ovalle mandase erigir en la Iglesia de san Vicente Mártir.
Para los que quieran saber más, una lectura nos parece imprescindible, el recién reeditado El Greco y Toledo, último libro salido de la pluma de ese gran humanista cristiano y español grequista que fue D. Gregorio Marañón, a quien el que suscribe profesa, como también al pintor de Candia, una indisimulada admiración de aprendiz.

 

GRAN FILÓSOFO DE AGUDOS DICHOS
Sendos inventarios presentados por Jorge Manuel nos hacen saber que su padre, El Greco, poseía al morir 129 libros, escritos en griego, latín, italiano y español. Una biblioteca grande para la época, que abarcaba temas diversos: arte, arquitectura, filosofía, medicina, historia, autores clásicos y religión.
De esta última se enumeran el Nuevo y Viejo Testamentos en 5 tomos, los Decretos y Cánones del Concilio Tridentino, el Flos Sanctorum de Alonso de Villegas (donde se escribe la vida de la Virgen y de los santos antiguos) o una Historia Pontifical. Nada raro, tratándose de un hombre que trabajó por encargo en plena Contrarreforma, sujetándose a los requerimientos de los patronos que le encargaban las obras —obispos, órdenes y cabildos en general— y a los mandatos de Trento, que exigían para las obras religiosas decoro, precisión y claro sometimiento al dogma católico. Sin embargo, el estilo utilizado para estimular la fe de los creyentes y fomentar en ellos las buenas acciones en estas obras destinadas a los espacios de culto quedaba a criterio del artista.
No hay traza alguna de que el Greco poseyera algún texto significativo de la teología occidental o de la mística española. Que no tuviera libros de teología católica era innecesario; recordemos que con los decretos del Concilio se elaboró un Catecismo de Trento, compendio suficiente para sus fines. Pero que no poseyese tomo alguno de los maestros espirituales de su época resulta, en principio, chocante. Las obras de santa Teresa, Fray Luis de León, san Juan de la Cruz y san Juan de Ávila ya circulaban. En Toledo vivían en la época gran número de clérigos, había numerosos monasterios de todas las órdenes religiosas y abundaban las cofradías de fieles. La ciudad era un crisol de reformas: sus imprentas editaban numerosos opúsculos sobre vida interior y había distintos círculos de personas que abogaban por un cambio en la vida espiritual, incluida una célula erasmista. Contaban entre sus miembros con destacados prohombres y damas.
Se sabe que el Greco tuvo relación con estos grupos, que le unieron fuertes lazos sea de amistad o de patrocinio con personas que apoyaron a santa Teresa, a san Juan de la Cruz, a Fray Luis de León o al arzobispo Carranza, como su patrono Diego de Castilla, el cardenal Quiroga o diversas personas de los Mendoza. Es probable que el Greco optase por la prudencia en cuanto a la posesión de obras de los místicos reformadores o de Erasmo, dadas las circunstancias de la época: Fray Luis y san Juan de la Cruz habían visitado las cárceles de la Inquisición, santa Teresa había padecido no pocas contrariedades, y el arzobispo Carranza había sido depuesto y encarcelado bajo la acusación de erasmista. Las obras de Erasmo estaban, por supuesto, en el Índice de Libros Prohibidos, una novedad promovida por el Concilio de Trento en 1564. Tratándose de un extranjero oriundo de una isla greco-ortodoxa, proviniendo de Italia, y muy relacionado con algunos conocidos conversos del judaísmo, como por ejemplo su mismísimo casero, el marqués de Villena, cualquier precaución era poca. Además, siempre podría haber pedido a sus amigos más poderosos que le proporcionasen aquellos textos “menos convenientes” para leer.
El Greco siempre se cuidó de afirmar que era católico y de vivir como tal, como lo atestiguan diferentes datos. Así, el que contratara su enterramiento en el convento cisterciense de santo Domingo el Antiguo, para el que diseñó el altar y el retablo, con un tema que hacía alusión tanto a su nombre —Theotokópoulos significa “de la Madre de Dios”— como a la intercesión que imploraba para la vida eterna: la de la mismísima Virgen María que da a conocer a su Hijo a los pastores. O esta frase manuscrita en el deficiente español que llegó a usar, que encabeza su testamento: «…creo y confieso todo aquello que cree y confiesa la Santa Madre Iglesia de roma y en el misterio de la santísima trenidad en cuya fe y crehenzia protesto bibir y morir como bueno fiel y católico cristiano».
En la biblioteca del Greco había volúmenes de clásicos griegos y latinos. No había ni uno de Platón o de filósofos neoplatónicos, pero sí en cambio dos tratados aristotélicos: Política y Física. Hay un volumen de la Consolación de la Filosofía de Boecio, así como obras de Plutarco (Vidas Paralelas y Moralia), de Hipócrates, Jenofonte, Homero (Ilíada), Flavio Arriano, Apiano, Flavio Josefo (Guerra de los Judíos) y Cornelio Tácito (Anales). La inclinación histórica y moralizadora de su biblioteca es clara, y nos hace ver que fue una persona culta pero no seguidora de las corrientes platonizantes de su época. De sus contemporáneos, aparte de los excelentes tratados de arte de Vitrubio, Lomazzo, Vignola, Serlio, Alberti y Palladio, poseía un ejemplar de El Cortesano, de Baldasarre Castiglione, y textos de Petrarca, Ariosto, Tasso y otros autores.
El «gran filósofo de agudos dichos», como le definió Francisco Pacheco, bebía en otras fuentes. Su interés por la espiritualidad y por la fundamentación filosófica del arte lo demuestra no sólo el elenco de intelectuales que frecuentó y que le protegieron, muchos involucrados en la reforma de la vida católica española, sino también por la presencia en los inventarios de su biblioteca de textos religiosos de tradición eminentemente oriental, como las Obras de san Justino Mártir, las Constituciones de los Santos Apóstoles, las Oraciones de san Juan Crisóstomo, las Homilías y Discursos Éticos de san Basilio Magno, la Celeste Jerarquía del Pseudo Dionisio, y el tratado De Ánima de Filópono.
No hemos de olvidar, por otra parte, que su formación y actividad inicial fue como iconógrafo antes de llegar a Venecia en 1567. Allí aprendería a buen seguro, y veremos que no se le olvidó, esta máxima de san Juan Damasceno, el gran defensor oriental del valor teológico de las imágenes:
«Cuando lo invisible deviene visible en la carne, pintas la semejanza de lo invisible. Cuando aquello que no tiene cantidad ni medida ni dimensión por la eminencia de su naturaleza, cuando Aquél que es en la forma de Dios toma la forma de un esclavo y con esta reducción asume la cantidad, la medida y los caracteres del cuerpo, entonces pintas sobre tu tabla y propones para la contemplación a Aquél que ha aceptado ser visto» (Defensa de los iconos I).
Doménikos Theotokópoulos fue, efectivamente, il Greco (apelativo que recibió en Italia), como vamos a ver, no por los temas que representó, que le fueron encargados en su mayoría y en los que debía guardar ciertas formalidades, y tampoco por la elección de elementos propios de las propuestas reformadoras en el campo de la espiritualidad, aunque dejara trazas de ellos en ocasiones, sino por la respuesta específica que dio a los rasgos propios de la pintura: la composición, las formas, la luz y el color.
COMPOSICIÓN, FORMAS, LUZ Y COLOR PARA LA ELEVACIÓN A DIOS
Existe una anotación manuscrita del Greco, hallada en el margen del ejemplar que poseía de la Vida de los más excelente arquitectos, escultores y pintores italianos de Giorgio Vasari, que da qué pensar.
«Si [Vasari] supiera verdaderamente lo que es aquella manera griega de la que habla, de otra suerte la trataría en lo que dice, digo que comparándola con lo que hizo Giotto, ésta es simple en comparación de aquella, por lo que la manera griega enseña de dificultades ingeniosas».
Sabido es que la pintura occidental ya estaba adelantando a la oriental en la época de Giotto en la representación naturalística de la realidad gracias a sus avances en el estudio de la perspectiva y la composición, resultado de un distinto planteamiento acerca del significado de la imagen. El Greco, que había aprendido con los venecianos, lo sabía. Y, sin embargo, osó escribir la frase, muestra de que la manera griega de la que habla era algo muy distinto de la simple manera técnica de pintar. ¿Qué quería decir?
Composición y perspectiva elevantes. El pintor rechazaba de forma radical la validez artística de las matemáticas, sobre la que se basaban los criterios académicos de proporcionalidad propios del manierismo contemporáneo. Se oponía abiertamente a todo tipo de fórmulas correctoras de estilo arquitectónico y a las distorsiones visuales que se proponían a la percepción del espectador, que sólo podían tener sentido de estar fija la mirada ante el objeto corregido. Para él, la movilidad de quien contemplaba una obra era una condición no sólo lógica, en cuanto es la forma habitual de percibir una imagen, sino conveniente: «con el moverse de la vista se consigue variedad y ornamento», dijo.
Sin embargo, el principal motivo por el que muchas de sus composiciones, entre ellas la Inmaculada “de Ovalle”, son contrapicados completos o parciales, con una disposición recurrente de los personajes en forma cóncava y dispuestas según una línea visual que asciende serpenteando (que es lo que hace el incienso al elevarse) es otra. El Greco desea que el espectador se eleve en contemplación hacia Dios junto con los personajes representados. O entienda, como en el caso de la Inmaculada, que la purísima vía descendente de la Luz Divina que lleva a María a la Tierra es la que queda abierta para que el hombre ascienda mentalmente a Dios y goce aquí de Su presencia. Dios mismo es quien con su Luz permite al hombre llegar a Él con la contemplación en oración silenciosa o en la liturgia.
En el caso concreto de la Inmaculada “de Ovalle”, la ubicación original de la obra tendía a acentuar esta propuesta de elevación. La capilla medía 2,65 (l) x 3,20 (a) x 6,00 m (h), con el lienzo sobreelevado al fondo, permitiendo a quien allí entrara a orar o a celebrar un movimiento acentuado de la mirada de abajo arriba, tanto de pie como de rodillas. La Virgen, sobre todo en esta posición, parecería estar siendo entregada como regalo preciosísimo al orante para que éste siguiera el camino inverso y se cumpliera lo que decía el Pseudo Dionisio: «En Dios el deseo amoroso se hace éxtasis» (De los Nombres Divinos IV, 2).
Formas y proporciones transfiguradas. Hay quien piensa que lo que mueve al Greco a romper con las reglas de la perspectiva y las proporciones académicas es un mayor naturalismo. Se remiten a esta otra glosa del pintor, esta vez en un lugar de los Diez Volúmenes de Arquitectura de Vitrubio:
«La figura de un hombre bien proporcionado y hermoso no es la misma a caballo que a pie, bueno sería porque a caballo sube más alto que el nivel de nuestra vista… le andáramos cambiando las proporciones…; procúrese dar a las cosas la proporción perfecta y dejarse de superfluidades».
Este comentario, que podría entenderse de forma naturalista incluso en obras como San Martín y el mendigo, resulta increíble en otras, sobre todo posteriores, en el que la espiritualidad de lo representado se ha acentuado enormemente. El Greco maduro se desentiende de las proporciones de las figuras y de su relación con el espacio. Los santos, ángeles, la Virgen y Cristo mismo se alargan y estilizan, adquiriendo un aspecto más parecido a un huso o llama que a una real figura humana, los bienaventurados rejuvenecen y sus sexos se difuminan al suavizarse los rasgos faciales, pues, como decía Gregorio de Nisa «la naturaleza divina es beata y no presenta distinción entre hombre y mujer» (La creación del hombre XXII). El toledano pintor echa mano de lo que aprendió como iconógrafo en Creta: allí le enseñaron que la proporción humana (1:11 en el canon bizantino) es menor que la angélica (1:14) —por ser el hombre «poco inferior a los ángeles» (Sal 8,6 / Hb 2,7)—, que nada puede igualar en dignidad a la Theotokos (y, por tanto en tamaño, como en la Inmaculada “de Ovalle”), y que los cuerpos de los santos se han aligerado de la materialidad por su renuncia al mundo, de ahí que los rostros de los iconos y las manos, únicos elementos carnales visibles, se pinten con rasgos muy esenciales y estilizados, como les suceden a muchos santos del Greco, e incluso al mismísimo crucificado.
El Greco, que estudió en Venecia y no quiere abandonar la pintura “a la Occidental”, enriquece estos motivos no por razones estéticas, sino con estudiada función teologal. Las formas de sus figuras son flechas que apuntan al cielo, descoyuntándose las proporciones más allá de los cánones ortodoxos para que el movimiento ascensional se acentúe, y con él quede divinizada la temporalidad (pues según la Física de Aristóteles, el tiempo el «número del movimiento según el antes y el después», Física IV, 11, 219b), algo que las representaciones atemporales de la iconografía oriental nunca lograron representar. Los cuerpos bienaventurados de la Virgen y los ángeles tienen cabezas cuyo óvalo se invierte, algo que no sucede en la iconografía grecobizantina, como llamas de amor vivas que se consumen con buen olor. Llamas que se quedan fijadas en la forma y el movimiento de los cuerpos, retorcidos sarmientos que se consumen.
Luz divina. En la Inmaculada “de Ovalle” hay unas rosas y unas azucenas a los pies de un cuadro sin espacio ni luz real. Es curioso que el único esbozo naturalista sea tan simbólico: la rosa mística, pura como una azucena, bendecida por Dios, es regalo para el hombre. Simbolismo doble, pues el Greco seguro que conocía los versos sanjuanistas:
«Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado.
Cesó todo, y dejéme,
dejando mi ciudado
entre las azucenas olvidado».
(Noche oscura, 36-40)
De nuevo nos encontramos con la invitación a elevarse y reposarse en Dios, cuya presencia, como en muchísimas otras obras del Greco, está indicada pictóricamente por el uso de la luz. Oigamos de nuevo a San Juan de la Cruz, que atribuye las luces o llamas a la íntima comunicación de un alma con Él:
«¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!»
(Llama de amor viva, 3)

Y ahora al Pseudo Dioniso, que llama fuego a la luz, representaciones ambas de Dios:
«El fuego representa, por decirlo así, muchas propiedades de la Deidad. Está sensiblemente presente en todas las cosas. Lo penetra todo sin mancharse y continúa al mismo tiempo separado. Todo lo ilumina y permanece a la vez desconocido, pues no se le percibe más que a través de la materia donde opera. Es incontenible. […] Todo lo domina, y transforma en sí mismo cuanto alcanza. Se entrega a los que se le acercan. Renueva con su calor vivificante. Ilumina con su resplandor […] Dinámico, poderoso, invisible, presente en todo ser. Si no se le hace caso, parece que no existe. Pero cuando hay frotación, como si se le hiciera un ruego, sale en busca de algo» (De la Jerarquía Celeste XIII, 329A-C).
El Greco identifica a la Virgen y a los ángeles con cuerpos celestes que reflejan la luz «del sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas» (Lc 1, 78s). Este uso de la luz es empleado también por otros pintores occidentales. Pues la pintura religiosa, y la del Greco no es excepción, sabe que…
«La mente no puede ser de ningún modo dirigida hacia la presentación espiritual y la contemplación de las cosas celestiales si no se sirve de la guía material que está a su alcance, interpretando las bellezas que ve como imágenes de la belleza oculta, el dulce incienso como símbolo de la dispensación espiritual, y las luces terrenas como representación de la iluminación inmaterial» (Pseudo Dionisio, De la Jerarquía Celeste I, 121D).
Colores nuevos para realidades nuevas. El colorido de las telas en las obras del Greco más espirituales es verdaderamente rico, tanto si lo contrastamos con el del habitualmente tenebroso fondo como si lo comparamos transversalmente, por ejemplo, con el de los vestidos de sus retratos. Rojos rubí, azules zafiro, amarillos ofir, verdes berilo o esmeralda, grises plateados, ocres áureos visten a personas con carnaciones cerúleas o azulinamente espectrales. A nueva luz, nuevos colores para representar la Novedad de la Transfiguración (como en los iconos bizantinos de la Fiesta, donde resplandecen muy coloridas las vestimentas de Pedro, Santiago y Juan como reflejo de la luz blanquísima del Señor). Colores nuevos en personas están disolviéndose en Dios, como «pábilos que humean» sin que Él los apague (Is 42, 3).
La riqueza del colorido tiene que ver, pues, con la transformación interior del Espíritu, como sucede en la iconografía oriental. Una transformación que se realiza por la consumición de la vida material en Dios, devuelta en forma de uno de los mil colores en los que se descompone el blanquísimo del resucitado. Se cumple así lo profetizado para los últimos tiempos:
«Jerusalén con zafiros y esmeraldas será reedificada, con piedras preciosas sus muros, y con oro puro sus torrentes y sus almenas. Y las plazas de Jerusalén serán pavimentadas de berilo y rubí y piedra de Ofir» (Tob 13, 17s).

EL GRIEGO ESPAÑOL
Retoma definitivamente el Greco en sus años de madurez la mejor tradición oriental, dando al manierismo aprendido de su época una profundidad única e irrepetible, y probando que es posible derribar el muro entre las pinturas oriental y occidental. El uso de los colores vivos, unidos a la progresiva bidimensionalidad de las figuras, a los acusados contrastes entre luz y oscuridad en proporciones no realistas y a un planteamiento compositivo no naturalista, indica un fin expresivo teologal y contemplativo de la representación pictórica, no descriptivo, como en la iconografía griega.
Como en la mística española, el mejor logro del arte religioso del Greco encuentra su fin y centro en la noche, no en el dogma. En sus escenas bíblicas, en especial en las de los misterios más importantes de la fe, el tema está en el rostro y en la luz. La exaltación barroca de los elementos externos se diluye en un vacío cubierto de tinieblas, como en la Inmaculada “de Ovalle”. Pero en el corazón de esta noche «una luz brilla en las tinieblas» (Jn 1, 5) y las disipa, haciéndolas resplandecer en quienes la acogen como regalo de colores distintos, extraordinarios y únicos en los agraciados, sean ángeles, pastores o la Purísima.

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INMACULADA CONCEPCIÓN “DE OVALLE”
Doménikos Theotokópoulos, llamado “El Greco”
1608 – 1613
Óleo sobre lienzo
347 X 174 cm
Toledo, Hospital-Museo de Santa Cruz
Nº inventario del Museo: 1277
Existe una réplica reducida (108 x 58 cm) en la Colección Selas-Fogalde

Adoración de los pastores

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