¿NI SIQUIERA CUANDO SE ENAMORAN? EL AMOR DE PAREJA, SACRAMENTO DE DIOS Descarga aquí el artículo en PDF
Chema Pérez-Soba
chema.perez@cardenalcisneros.es
El dibujante José Luis Cortés tiene un cómic fantástico: Abba. El personaje central es Dios, representado como un señor con barba con bata de guata y un triángulo en la cabeza. En una de las historias, un ángel se acerca a Abba y le dice: «Abba, en la tierra ya no hablan de ti». Y Abba, sorprendido, responde: «¿Ni siquiera cuando se enamoran?».
Lo más curioso es que la historieta de Cortés nos llama la atención. Porque si Dios es amor, como tenemos muy claro por la primera carta de Juan (1 Jn 4,8), ¿dónde vamos a ver a Dios sino en el amor?
¿Dónde vamos a ver a Dios sino en el amor?
Sin embargo, es así. Vivimos no pocas veces una dicotomía enorme en este tema del amor de pareja. Parece que lo único que nos preocupa es la moral y separamos este tema de la espiritualidad y de la vida en Dios. Incluso nos puede llegar a parecer un lastre para la vida cristiana.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Pues en un largo proceso. En un determinado momento de la Historia de la Iglesia, y en el marco de una antropología dualista que se generalizó, se enfrentaba lo espiritual con lo corporal, el amor divino se enfrentó al amor humano, entendiendo este como cualquier enamoramiento. En una sociedad violenta como la del inicio de la Edad Media, el ideal monástico se impuso como modelo. Y esta situación, lógica en su momento, transforma nuestra visión de la realidad. Un ejemplo: la historia de evangelio de Lucas de Marta y María (Lc 10,38-42) pasó de ser una reivindicación de Jesús del puesto de la mujer en la comunidad («ha elegido la parte buena y no le será quitada») a un ejemplo de la superioridad de la vida contemplativa (el amor a Dios) frente al amor humano (el amor de pareja). Como si el amor humano (el verdadero, fiel, entregado…) pudiera tener otra fuente sino a Dios.
Otro ejemplo: la metáfora medieval de la Iglesia como societas perfecta, vinculada también a este momento de jerarquía social feudal, convierte nuestra llamada bautismal a la santidad en un reducto en el que lo único que abundan son sacerdotes y religiosos. Es decir, las vocaciones que implican celibato. De hecho, cuando se consulta al episcopado español sobre los temas relevantes a trabajar en el Vaticano II, se propone la declaración solemne de la virginidad de san José. El amor de pareja y las relaciones sexuales consiguientes no son camino de santidad.
Y, sin embargo, las primeras comunidades cristianas tenían claro que el amor de pareja, vivido en Dios, era, nada más y nada menos, que un sacramento. Frente a la sociedad romana, que entendía el matrimonio como una cuestión jurídica, el amor cristiano no podía entenderse sino en Dios: estaba llamado a ser un signo visible y eficaz de la gracia de Dios. Porque el amor de pareja adulto, maduro, no es para uno mismo, sino que es para los demás, para que el mundo vea que Dios está presente en nuestras vidas, en la Historia, que es posible el Reino aquí y ahora. Uno no se casa solo para sí, sino como vocación para los demás. Por tanto, es una vocación a la altura de cualquier otra. Y, como vocación, implica una entrega total a Dios, en otra forma, pero con exactamente la misma radicalidad que cualquier otro estado de vida.
De hecho, la misma Palabra, en los relatos de creación del Génesis, lo tienen claro. En Génesis 1, cuando Dios crea al ser humano, lo crea sexuado («hombre y mujer los creó») para que creciera y se multiplicara. Y vio que era bueno (Gn 1,27.31).
Como dice Génesis 2, Dios tiene claro que el ser humano no está hecho para estar solo. Y, como señala la tradición judía en Bereshit Rabba, una colección de relecturas (midrash) del Génesis, Dios parte a ese «ser humano» neutro que había creado en dos: una parte Adán (masculino) y otra Adana (mujer). Y ahora sí estará en condiciones de ser imagen de Dios y de cumplir su misión de ser co-creador. «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gn 2,24), clara imagen, que recoge y subraya Mateo 19,5.
Pudiera parecer que esto ya está asumido en nuestra Iglesia actual, pero no lo creo. Como anécdota, en un sínodo de la familia en Roma, un consultor laico (¡consultor en un sínodo sobre la familia!) señaló que parecía aún que las relaciones sexuales en el matrimonio eran algo como secreto, como algo inevitable, pero en cierta medida vergonzoso.
Es necesario, por tanto, superar esa sospecha permanente sobre nuestra condición de seres sexuales, para descubrir nuestra realidad sexuada y afectiva como parte de nuestra vida en Dios. Y no solo como problema moral, sino como fuente de espiritualidad profética.
Es necesario superar esa sospecha permanente sobre nuestra condición de seres sexuales
Me explico: vivimos en una sociedad pluralizada, donde la construcción de la identidad de la persona no viene dada por el grupo social, sino que es cada persona, en su libertad, la que constituye esa identidad. Y no pocas propuestas culturales separan la sexualidad de la afectividad y la separan, la des-integran de la persona global.
Es imprescindible que no hagamos lo mismo, es decir, que integremos en nuestros procesos pastorales esa dimensión sexual-afectiva con toda naturalidad. Igual que estamos ofreciendo herramientas para construirse a sí mismo desde tiempos de silencio, de discernimiento acompañado, también debemos ofrecer herramientas para aprender a vivir el enamoramiento, el amor de pareja, integrándolo en la propia opción de vida desde Dios.
En un curso de interioridad en mi universidad señalaba que el amor de pareja es gratuidad, que no solo es emoción, sino también opción por el otro, que es alguien que siempre merece ser amado. Una estudiante de Psicología se quedó sin palabras. Levanta la mano y me pregunta si es posible una pareja que no te exija que le hagas feliz. Este es el problema. La gran propuesta de sentido es, en una sociedad de consumo, el egocentrismo calmado por la ingesta constante de personas, experiencias, objetos, etc, Por eso me atrevo a escribir que para nosotros el amor de pareja es fuente de espiritualidad profética. El modelo cristiano de pareja, en el que el otro merece la pena, en que nuestro ser sexuado es parte gozosa de nosotros mismos, en el que hemos descubierto la alegría y la libertad del amor gratuito y fiel, es profético. El amor de pareja cristiano llama la atención y apunta al rostro de Dios, Uno y Trino, que nos llama a la fraternidad, a considerar al otro como alguien único, al que amar como Dios nos ama, gratuitamente, fielmente, parte de un cuidado mutuo.
¿Y cómo se puede transmitir todo ello? Pues ya sabemos que la principal forma de aprender es lo que uno ve a su alrededor. Nuestras comunidades vivas, donde la fraternidad suaviza nuestros errores y debilidades porque son compartidas, nos ofrecen un espacio para poder construir nuestra personalidad afectivo-sexual e integrarla en un proyecto de persona. Así hacían las primeras comunidades cristianas: frente a la afectividad del mundo social grecorromano, con su abuso de poder, su legislación al margen de los sentimientos, su banalización y compraventa, las comunidades cristianas reivindicaban, con sencillez, pero con claridad, otra forma de vivir en la que los esclavos eran hermanos, los niños no se podían arrojar a la basura y el amor de pareja era presencia misma de Dios. Nosotros también estamos llamados a ser signos proféticos de la alegría de amarnos en Dios.
Nosotros también estamos llamados a ser signos proféticos de la alegría de amarnos en Dios