No nacimos en la caverna. En la caverna fuimos introducidos. Si de algo estamos provistos, desde el primer segundo del nacimiento e incluso antes, es de nuestra sensibilidad. Es decir, del empuje que en nosotros mismos nos lleva más allá y de todo aquello que nos impacta interiormente.
Tarea esencial de la familia y los educadores es educar la sensibilidad. Pero muchas veces la enlatamos. Mostramos imágenes, hablamos de realidades que quedan en la epidermis existencial. Provocan la vida por un rato, causan un cierto impacto y luego se apagan como una bengala o un fuego artificial. Niños burbuja a quienes encerramos aún más en ella mostrándoles una ventana digital a un mundo no pocas veces cruel y despiadado analógicamente.
Millones de niños escuchan hablar de otros millones de niños sin haber tratado con ellos. Aquí, en Occidente, hacemos vídeos y guardamos imágenes de aquellos niños lejanos del sur. Un solo momento en el que pudieran acercarse a su realidad, salir de esa caverna que se ha formado en torno a ellos, vivir con el prójimo su realidad más cercana.
Los mayores, que condenamos las cavernas ajenas… ¡la nuestra es aún más grande! Y somos responsables, le pese a quien le pese, de las cavernas de quienes comienzan y despiertan a la vida.