Javier Alonso
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Pablo sabe por experiencia que una entrega diligente y desinteresada a la causa del evangelio produce buenos frutos en los oyentes. Las palabras están vacías si no van acompañadas de acciones que las avalen.
Siempre que Pablo llega a una nueva ciudad, se esmera por enseñar la palabra de la verdad, no solo con la fuerza de la palabra sino con el testimonio de su propia vida. “Recuerden, hermanos, nuestro trabajo y nuestra fatiga cuando les predicamos la buena noticia de Dios, trabajábamos día y noche para no serles una carga” (1 Tes 2,9). Siempre recomienda a sus discípulos que sean muy diligentes en la enseñanza de la Palabra y en el testimonio de vida. Jesús aprendió de su padre José a ser diligente y responsable en el oficio de carpintero. Para los judíos, el trabajo debe hacerse por amor, con diligencia, no solo como medio para conseguir un bien material, pues dignifica a la persona y le proporciona un lugar en la comunidad. El cuidado por cumplir diligentemente con la misión la mantuvo durante toda su vida. En la parábola de los talentos, pone como ejemplo a imitar a los empleados que han actuado con diligencia comerciando con los talentos recibidos. Por el contrario, reprueba la actitud del trabajador indolente que tuvo miedo y no produjo los frutos esperados.
La diligencia es una virtud cardinal. El término procede del latín diligere, que significa “amar con delicadeza y cariño”. En sentido más alto, es el esmero y el cuidado en ejecutar una acción, una prontitud de hacer algo con gran agilidad tanto interior como exterior. Es diligente todo aquel que hace su trabajo con calidad, sin esperar remuneración por ello. Es la prontitud de ánimo, la prisa apacible en hacer bien, en hacer las cosas con amor y alegría. El buen maestro debe ser diligente en el trabajo con sus alumnos. No es suficiente con que cumpla formalmente con la tarea que le han encomendado; debe hacerlo con prontitud, agilidad y calidad. Si trabaja de este modo, pronto se ganará la confianza de los alumnos, de sus compañeros de trabajo y de las familias.
Cuando el maestro ama de verdad a sus alumnos, busca acomodarse a sus capacidades. El maestro diligente realiza su trabajo con calidad porque su motivación es que los alumnos aprendan. Se prepara bien las clases buscando las mejores estrategias didácticas, se adapta a los alumnos con más dificultades de aprendizaje y busca métodos de evaluación adecuados y justos. Se las ingenia para que los alumnos aprendan bien las lecciones. Trata a los alumnos con gran afecto de manera que entiendan que desea su bien. El maestro diligente genera un clima de confianza y seguridad con los alumnos, lo que facilita el aprendizaje; especialmente de las materias más difíciles. Con un maestro así, los niños se sienten valorados desde el primer día de escuela, porque solo en una atmósfera de seguridad, alegría y confianza florece el respeto mutuo y la motivación, tan esenciales para un buen aprendizaje. El maestro diligente tiene una buena relación con sus compañeros de trabajo y está siempre dispuesto a trabajar en equipo. Manifiesta una gran disponibilidad y pone sus cualidades al servicio del bien común de la escuela donde trabaja. Está convencido de que una buena relación con las familias es clave para el éxito del proceso educativo. Se preocupa por mantenerlas informadas siempre de la evolución de sus hijos y les propone estrategias para que apoyen desde casa.
Y tú, ¿qué tipo de maestro eres?
El reverso de la diligencia es el descuido, la informalidad, la impuntualidad, la desidia y la desgana, actitudes de una persona mediocre, que ama poco y no se implica en el trabajo que le han encargado. Lamentablemente, hay demasiados maestros indolentes que no toman partido por sus alumnos, que no cuidan la calidad de su trabajo y que no aportan al bien general de la escuela. Una vez que tienen su empleo fijo, van al mínimo esfuerzo sin complicarse la vida. En realidad, solo les motivan sus derechos laborales y que les llegue puntualmente la paga de fin de mes. Jesús nos alerta sobre los falsos pastores con mentalidad de “asalariados” a los que no le importan las ovejas (cf. Jn 10,11-15). Más que nunca, nuestras escuelas necesitan de maestros diligentes, buenos pastores, que se preocupen por sus alumnos y sean capaces de dar la vida por ellos.
El maestro diligente realiza su trabajo con calidad porque su motivación es que los alumnos aprendan