Transformar un mundo en constante cambio
Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo. Cambia, todo cambia. Pero no cambia mi amor, por más lejos que me encuentre. Ni el recuerdo ni el dolor de mi pueblo y de mi gente. Y lo que cambió ayer, tendrá que cambiar mañana. Así como cambio yo en esta tierra lejana.
Si algo caracteriza el mundo de hoy es el cambio constante y veloz. Parece que estamos viviendo un momento histórico en que las novedades se suceden a un ritmo vertiginoso, más acelerado que en cualquier época precedente, trayendo consigo cambios de diverso orden: científicos, sociales, políticos, económicos y culturales. Es oportuno comenzar esta reflexión por aquí porque, de algún modo, sirve para enmarcar el tema que nos ocupa: nuestra dimensión transformadora de la realidad en tanto que seguidores y seguidoras de Jesús, Fraternidad escolapia e Iglesia.
El hecho de que la realidad en que vivimos sea, hoy más que nunca, tan cambiante nos obliga a replantearnos nuestra dimensión transformadora, si queremos tomárnosla en serio. El mundo, la sociedad, nuestro entorno más cercano… ¡ya están cambiando, y mucho! De hecho, el modelo cultural actual (de la modernidad y la vida líquidas, como se les ha llamado) parece que premia aquello que resulta novedoso y cambiante, y penaliza lo estable. La sociedad de consumo, este “turbocapitalismo” en que vivimos, considera obsoleto lo que deja de ser novedoso, porque necesita generar continuamente nuevas tendencias sociales y necesidades, contagiando esta lógica no solo al consumo de productos sino también a otras esferas de la vida.
Obviamente, cuando aquí utilizamos el término transformar no nos referimos a este tipo de cambios. Pero si decimos que una de las llamadas fundamentales que recibimos es la de transformar la realidad, inmediatamente debemos tratar de responder algunas preguntas: ¿en qué sentido hablamos de transformar?, ¿a qué aspectos de esa realidad nos referimos?, ¿en qué dirección hemos de transformarlos?, ¿con qué mediaciones?
El cristianismo acoge la novedad de cada época en la medida que puede alumbrar un tiempo nuevo en clave de liberación del ser humano. Por ello, la dimensión transformadora de la realidad nos puede llevar a impulsar y exigir cambios, a la vez que a reivindicar la permanencia de valores y prácticas que el modelo actual está engullendo o difuminando. Como expresa la canción arriba recordada, abrirnos a los cambios pero a la vez perseverando en lo fundamental, como es el amor y el recuerdo por los que sufren.
Joaquín García Roca afirma que “cada época recrea el cristianismo con los materiales y expectativas de su tiempo”. Como explica este autor, “la esencia del cristianismo es la contemporaneidad y el cristiano un perpetuo caminante, que ha de afrontar los desafíos particulares y enriquecerse de las potencialidades de los pueblos, de sus culturas y espiritualidades, sin ser nostálgicos de otras épocas ni visionarios de lo inexistente, ya que siempre está atravesado por el tiempo; se trata de mirar nuestra época con mirada evangélica y mirar el Evangelio desde las venas abiertas del tiempo”.
Lo expuesto hasta el momento parece que ya nos sugiere un camino: el de mirar a la realidad e interpretarla, lo más adecuadamente que podamos, como condición para transformarla a la luz del Evangelio.
Interpretar el tiempo presente, la primera tarea
“Cuando veis levantarse una nube en poniente, decís enseguida que habrá lluvia, y así sucede. Cuando sopla el viento sur, decís que habrá bochorno, y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto de la tierra y el cielo, ¿y no sabéis interpretar la coyuntura presente?” (Lc 12, 54-56).
En este pasaje del Evangelio nos encontramos una reprimenda de Jesús a la gente que le escuchaba, precisamente por su torpeza a la hora de leer con profundidad los tiempos. Quienes seguimos hoy a Jesús también debemos sentirnos interpelados por estas palabras, porque ¿qué importancia damos en nuestra vida personal y comunitaria a leer los signos de los tiempos?
Cuando hablamos de “signos de los tiempos” nos referimos a aquellos fenómenos sociales y culturales que, por su relevancia, caracterizan una época y expresan las necesidades y aspiraciones de la humanidad (J. Vitoria). Es importante señalar que los signos de los tiempos pueden ser positivos y esperanzadores respecto a la voluntad de Dios, o también negativos: tanto señales del Reino manifestadas en nuestro tiempo presente, como “experiencias de contraste” que expresan precisamente lo que Dios no quiere para el ser humano.
La llamada al pueblo de Dios a atender a los signos de nuestro tiempo es clara: “Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio (…) Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza”.
Sin duda, interpretar la realidad en el sentido cristiano no es solo un ejercicio intelectual, pero requiere de herramientas de análisis y de un cierto trabajo para formarse criterio respecto de esa realidad. ¿Asumimos este esfuerzo, le damos prioridad? De lo contrario, hay un riesgo cierto de caer en lecturas de la realidad demasiado superficiales e influenciables en función de intereses, ajenos o propios, que distorsionan la comprensión de lo que sucede en el mundo y en nuestra sociedad.
Por otra parte, será difícil que el impulso para transformar la realidad provenga de un análisis de la misma a partir de los medios instalados en el estado de cosas, o de los criterios que han contribuido a generarlo. Igualmente, tampoco los problemas sociales se pueden superar verdaderamente, en clave transformadora, desde las mismas claves de pensamiento que los han causado. Por eso, ¿buscamos fuentes alternativas para conocer e interpretar la realidad?
En el mundo digital actual se confunde habitualmente la información con el conocimiento: se nos hace pensar que tener acceso a la información es lo mismo que tener acceso al conocimiento, o incluso poseerlo. No es una confusión casual, ya que detrás de la llamada “revolución tecnológica” existen poderosos intereses. Una tecnología que se introduce en nuestras vidas, las va redefiniendo y es ya uno de los principales objetos de consumo. La propia información que recibimos responde también a la lógica antes mencionada respecto de los temas que se difunden como noticias: se acelera su producción y distribución, pero rápidamente dejan de interesar, no porque hayan dejado de ser importantes, sino porque se han vuelto obsoletos como producto. Y como nuestra capacidad de atención es limitada (más de lo que creemos), enseguida nos distraemos con lo siguiente que el mercado digital pone ante nuestros ojos.
Frente a esto, es necesario optar por otra perspectiva para acercarse a la realidad que, sin excluir las posibilidades ofrecidas por las nuevas tecnologías de la información, las complementa con otras formas de mirar el mundo, más sosegadas y alternativas. Como dice Roberto Casati, filósofo especialista en esta materia, son tiempos para reivindicar y proteger la lectura profunda, ese ejercicio que consiste en adentrarse en textos más o menos largos sin perder el hilo, una práctica que lamentablemente está en peligro hoy. La lectura así entendida es una experiencia compleja y que no se reduce a tener acceso a textos, pero que nos aporta una visión más honda de la realidad, frente a la mirada superficial que impera en los medios digitales.
Llamadas y enseñanzas de la Iglesia ante el mundo actual
“Si esto es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana madre tierra, como decía san Francisco”.
Es habitual escuchar en ambientes eclesiales que la Doctrina Social de la Iglesia es una aportación muy valiosa para orientar desde nuestra fe cómo nos posicionamos ante la realidad, así como un espacio de encuentro de cristianos y no cristianos, a través de los valores que la articulan. A continuación se suele añadir que, lamentablemente, esa DSI es muy poco conocida, difundida y practicada, incluso por los propios cristianos.
Reconociendo esta deficiencia que tenemos como Iglesia, debemos afirmar que, al menos en la parte que más nos toca, esto no debiera ser así. Por tanto, debemos entender la enseñanza de la Iglesia respecto a los temas sociales, económicos y políticos como un aspecto relevante de nuestra formación personal y comunitaria. Y a los efectos de lo que aquí nos ocupa, considerar la DSI como una guía de viaje, un marco de referencia para esa transformación del mundo a la que estamos llamados y comprometidos.
La DSI, no obstante, por su inherente vinculación a lo que en el mundo acontece en cada momento histórico, es una realidad viva y en continua actualización. Por ello, en los últimos años han surgido desde ella nuevas aportaciones, y bien sabemos que el magisterio del papa Francisco está siendo muy rico en este sentido, no solo en palabras sino también en gestos. La doctrina social actual pone su acento en algunas cuestiones muy propias de la sociedad contemporánea, tales como la mercantilización de cada vez más esferas de la vida, la idolatría del dinero, el individualismo posesivo, la cultura del descarte, las formas de poder y dominación derivadas de la tecnología, etc.
Entre estas aportaciones, no podemos dejar de mencionar la exhortación Evangelii Gaudium (2013) que, sin ser un texto específicamente de DSI, contiene importantes reflexiones y llamadas en cuanto a la presencia social de los cristianos. Especialmente en el capítulo segundo cuando plantea los desafíos del mundo actual, así como el capítulo cuarto sobre la dimensión social de la evangelización.
Por otra parte, un documento reciente de enorme relevancia es la encíclica Laudato si’, sobre el cuidado de la casa común (2015). No se trata solo de una “encíclica verde”, como se le ha llamado por abordar cuestiones medioambientales. Va mucho más allá: supone una mirada completa y profunda al mundo de hoy que parte de la interconexión de todos los elementos en una sola y compleja crisis socio- ambiental. La propuesta que hace de trabajar por “una ecología integral” (capítulo cuarto) –es decir, una ecología que integra la justicia- nos introduce en un nuevo paradigma respecto al compromiso con la transformación. Merece la pena ahondar en ello, tanto a través de la lectura de la propia encíclica como de alguno de los diversos y buenos comentarios que se han hecho sobre ella.
Adicionalmente, muy sugerentes en la materia que nos ocupa son los pronunciamientos de Francisco en los dos Encuentros Mundiales de Movimientos Populares celebrados hasta la fecha a su instancia: el del Vaticano en octubre de 2014 y el de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) en julio de 2015. Sin duda, la misma convocatoria de estos encuentros por parte del Papa ya es un gesto significativo respecto a la importancia que da la Iglesia actual a los movimientos sociales que luchan por la justicia.
Nuestra inspiración transformadora en Calasanz
“Concilios Ecuménicos, Santos Padres, filósofos de recto criterio afirman unánimes, que la reforma de la Sociedad Cristiana radica en la diligente práctica de esta misión. Pues si desde la infancia el niño es imbuido diligentemente en la Piedad y las Letras, ha de preverse, con fundamento, un feliz transcurso de toda su vida”.
Además de como miembros de la Iglesia, el carisma escolapio que compartimos nos aporta razones y una sensibilidad especial a la hora de implicarnos en la transformación social. De entre las diferentes facetas de la figura de San José de Calasanz destacamos ahora una que no siempre aparece como la más visible: su faceta como reformador social. Calasanz fue profundamente interpelado por la realidad y las contradicciones de su tiempo y, movido por su fe y su disponibilidad a la llamada de Dios, se empeñó a fondo en transformar aquel estado de cosas.
Calasanz pone en marcha una obra educativa de inspiración cristiana no solo como acto de misericordia hacia individuos concretos, buscando su promoción y maduración en la fe. Dando esto por supuesto, una motivación fundamental de Calasanz fue la convicción de que esta misión tiene un potencial de transformación social como ninguna otra. Esta convicción queda expresada y recogida desde el inicio en las Constituciones de las Escuelas Pías redactadas por el propio Calasanz.
Así pues, siguiendo una terminología eclesial más actual, podríamos considerar esta motivación originaria de las Escuelas Pías como caridad política, entendida esta como “un compromiso activo y operante, fruto del amor cristiano a los demás hombres, considerados como hermanos, en favor de un mundo más justo y fraterno con especial atención a las necesidades de los más pobres”.
Un aspecto muy interesante en Calasanz es el paralelismo con la “vía samaritana” a la hora de comprometerse con el prójimo sufriente y transformar situaciones de injusticia: Calasanz se hace cargo de la realidad, al conocer y dejarse interpelar por la situación de aquellos niños pobres, desatendidos y sin futuro; carga con dicha realidad, al implicarse directa, personalmente y con tenacidad en este servicio; y finalmente se encarga de la misma, poniendo en marcha una institución religiosa y educativa consagrada a esta misión y destinada a perdurar y crecer.
Hoy, 400 años después del nacimiento de las Escuelas Pías, quienes participamos de esta historia escolapia podemos sentirnos dichosos herederos y herederas de esta visión integral y transformadora de la educación, así como del afortunado atrevimiento y de la tesonera paciencia que ha permitido que llegue y fructifique hasta el día de hoy. Durante todo este tiempo, y hoy especialmente a la vista de los desafíos socioeducativos actuales y la fundación de nuevas presencias, las Escuelas Pías han iniciado y sostienen obras y proyectos que transforman ciudades, barrios y comunidades, así como por supuesto las vidas de tantas y tantas personas.
Es importante, en ese sentido, ser capaces de actualizar la misión transformadora escolapia. En primer lugar, en lo que avanzábamos en la introducción de este texto, siendo capaces de dar respuesta a los retos y a las nuevas realidades que este mundo cambiante nos va poniendo delante, descubriendo, como Calasanz, dónde están los “nuevos niños pobres”, las personas que son expulsadas hoy de nuestro sistema social, cultural, político y económico. Y, tal vez lo más importante, cuáles son los resortes que generan dicha exclusión y los ámbitos prioritarios que, como la educación popular y gratuita en su tiempo, pueden contribuir a transformar (“reformar”) la sociedad actual.
Es obvio, en segundo lugar, que para ello debemos también ser unos constantes renovadores de las herramientas que disponemos para la transformación de nuestras sociedades y del mundo. Las plataformas educativas como los colegios y el Movimiento Calasanz, el conjunto de las diversas actividades de ItakaEscolapios, la presencia y el impulso transformador de la vida laboral, social y política de la Fraternidad escolapia y, en general, de la Comunidad Cristiana Escolapia y sus miembros… deben estar en permanente revisión para no perder nunca el rumbo de nuestra tarea misionera y para adecuarse a las nuevas realidades que se van presentando.
Las comunidades cristianas como agentes de transformación
“Nuestra vida y nuestra misión escolapias están profundamente llamadas a contribuir a la transformación social, para acercar la realidad a los valores del Reino de Dios. Pero esto exige de nosotros un esfuerzo cotidiano por vivir como hermanos, por experimentar y celebrar la reconciliación y por hacernos cargo de la vida de los otros, sin dejarnos dominar por la tentación del individualismo y sin hacer del respeto a la privacidad el criterio último de nuestras relaciones”.
Llegados a este punto avanzado de nuestra reflexión, es tiempo de centrarnos ya en la Fraternidad escolapia como agente de transformación. Afirmamos que en nuestra Fraternidad compartimos la espiritualidad, la misión y la vida, y lo hacemos según nuestra vocación personal a partir de la llamada que recibimos de Dios a seguir a Jesús, participando de las Escuelas Pías y del carisma escolapio.
Este compartir se concreta en una serie de dimensiones que consideramos fundamentales para nuestra fe y nuestra vida, como son la experiencia de Dios, la formación, el compromiso, el estilo de vida y la comunidad. Respecto a estos ámbitos, podemos preguntarnos cuál es el lugar específico de esa transformación de la que venimos hablando. La respuesta es clara: todos y cada uno de estos ámbitos están llamados a ser espacios de transformación, de modo que la dimensión transformadora los atraviese, sea elemento transversal a ellos.
Caigamos en la cuenta de que en la Fraternidad se dan tres “transformaciones” entrelazadas y que se enriquecen entre sí:
La transformación personal, dentro de cada uno, gracias a la obra que Dios va haciendo en nosotros y al compartir en comunidad con el resto de hermanas y hermanos. En este proceso personal hay una palabra clave que es conversión.
La transformación de la Iglesia. De ella somos parte y a ella queremos aportar, desde nuestra vinculación escolapia y nuestra manera de vivir la fe en comunidad. Como Fraternidad, sentimos en primera persona la llamada a construir esa Iglesia en salida, misionera, viva y con las puertas abiertas. La palabra clave aquí podría ser renovación.
La transformación social. Porque la realidad que nos encontramos, la de nuestro entorno y la global, nos interpela. Queremos transformar esta estructura social, económica y política del actual capitalismo neoliberal marcada por la injusticia y por la desigualdad, generadora de tanta pobreza y exclusión. El sufrimiento y las heridas del mundo no nos resultan indiferentes, sino que nos implicamos en su superación a través de las plataformas de misión escolapia y de los diversos compromisos que desarrollamos. Las palabras aquí son varias: utopía, alternativa, justicia, solidaridad, opción por los pobres… y, englobando todas ellas, Reino de Dios.
Un aspecto importante de las comunidades cristianas es la posibilidad –o mejor dicho, la necesidad– de que esta dimensión transformadora no quede solo en palabras de nuestros documentos o las reuniones, sino que se encarne en nuestra vida personal y comunitaria. Hoy más que nunca, la sociedad está falta de personas y colectivos que, con su testimonio, muestren que se puede vivir desde otras claves y con otros valores, no tanto que les hablen de ellos. Frente a la lógica del mercado, la de la reciprocidad gratuita; frente al individualismo, la apuesta por lo común y lo compartido; frente a la cultura del éxito, la prioridad a los débiles y excluidos.
Como comunidades debemos estar en alerta para no caer en lo que Francisco ha llamado “pecado del habriaqueísmo”, por desgracia muy extendido y que es todo menos transformador. Escapemos de esa actitud de ir muy lejos con las palabras, pero sin apenas moverse en los hechos (especialmente cuando ello nos afecta a nuestro tiempo o nuestro bolsillo).
Así toca, en primer lugar y como Fraternidad, cuidar especialmente nuestras diversas plataformas de misión: sentirnos corresponsables con su sostenimiento y disponibles para su desarrollo y extensión. En segundo lugar, y en la vida comunitaria, hacer presente, de manera constante, la dimensión transformadora de nuestra fe y de nuestra vida: somos comunidades misioneras al servicio del Reino.
Y, por último, debemos revisar de forma constante nuestras vidas en dos aspectos clave para el testimonio y la tarea transformadora a la que Jesús nos convoca, especialmente a las personas laicas: nuestro estilo de vida (consumo, ocio, relaciones, afectos, familia, economía, formación…) y nuestra presencia en la sociedad a través de nuestra profesión y de nuestra militancia y compromiso en los diversos ámbitos sociales, culturales, políticos y económicos. Semillas de otro Reino y braceros, junto con otras personas de buena voluntad, de diversas procedencias y convicciones, del campo de la transformación en profundidad de nuestro mundo.
Rafael Díez-Salazar, en un libro recientemente publicado, aporta su reflexión y sus propuestas para fomentar la espiritualidad, el compromiso social y estilos de vida alternativos desde la educación. Es interesante porque este autor aboga decididamente por la alianza entre familia, escuela y grupos juveniles como vía eficaz para educar en la transformación social y construir un mundo más justo. Un modelo que sin duda nos suena en la Fraternidad escolapia, por el que apostamos y del que participamos de una o varias maneras.
La lectura completa de este libro es muy recomendable para profundizar en el tema aquí expuesto y resulta muy sugerente también para conectarlo con los otros verbos del lema “Educar, Anunciar, Transformar”. Nos quedamos ahora con un fragmento del mismo en que enumera “los diez problemas sociales que han de ser asumidos en proyectos educativos de familias, centros escolares y movimientos infantiles y juveniles”, con la finalidad de provocar, en palabras del autor, “hambre y sed de justicia”:
Las desigualdades internacionales y la pobreza mundial, especialmente la situación de los niños en los países del Sur.
La destrucción medioambiental de la Tierra.
Los conflictos bélicos y el militarismo.
La violación de los derechos humanos.
La exclusión social y la pobreza en los países ricos. » La inmigración.
La precariedad laboral y la explotación capitalista.
La discriminación de las mujeres.
El consumismo antiecológico y la alienación publicitaria.
La intolerancia, la xenofobia, la violencia y el choque entre culturas e identidades diversas.
Verdaderamente, en cada uno de estos ámbitos encontramos focos de injusticia y de sufrimiento humano dentro del mundo actual, ante los cuales se nos llama a tener presencia activa y comprometida. Son auténticos retos, así como termómetros de nuestra dimensión transformadora como Fraternidad.
Por ello, una buena conclusión para este tema puede ser reflexionar, desde los diferentes planos personal, comunitario y de la Fraternidad escolapia, cómo nos interpelan y cómo responder a ellos en clave de transformación.
Como ya se ha comentado, nuestras plataformas de misión son una herramienta indispensable para hacerlo. También nuestra propia vida comunitaria, familiar y personal. Contamos, además, con diferentes estructuras que, como el propio Ministerio de Transformación Social, han nacido para impulsar esta faceta indispensable (e inseparable de la educativa y pastoral) de nuestra misión. Cuidar, renovar y hacer crecer este Ministerio es clave para mantener la “tensión transformadora” escolapia, así como promover su incardinación y coordinación con los otros ministerios y estructuras comunitarias y de misión.
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