Óscar Alonso
Escribo estas líneas cuando todavía sobrevuela sobre nosotros la reciente aprobación de la que seguramente sea la peor de las leyes educativas de nuestro país. Una ley que, en vez de provocar las ganas de seguir educando, en vez de salir al paso de los desafíos educativos de nuestro alumnado presente y futuro, en vez de ser el resultado del consenso y de un análisis riguroso de lo que nuestras escuelas necesitan, resulta que se ha convertido solamente en una moneda de cambio más para que algunos sigan en el poder a costa de lo que sea, también a costa de la educación de las presentes y futuras generaciones.
Se ha aprobado una ley educativa sin consenso, sin diálogo, sin convocar a los involucrados, sin cambiar nada de lo esencial, sin hablar de saber y de conocer, sin dotarla de unos recursos intocables, sin reconocer ni dotar a los educadores de la autoridad que tienen, ni de promoverles como referentes imprescindibles en el estado de un país como el nuestro.
Y estos días he vuelto a leer las palabras del papa Francisco dirigidas a los participantes del Pacto Educativo Global en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma, el 15 de octubre de 2020: «No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Es el momento de firmar un pacto educativo global para y con las generaciones más jóvenes, que involucre en la formación de personas maduras a las familias, comunidades, escuelas y universidades, instituciones, religiones, gobernantes, a toda la humanidad».
Se puede decir más alto, pero no más claro. Es bien triste y, aunque parece que de los políticos solo podemos esperar que nos dejen en paz y no nos suban más los impuestos para mantener su ritmo de vida, necesitamos llegar a pactos y leyes educativas que promuevan una educación integral, humanizadora y transformadora.
Y es que una de las tareas que tenemos que promover y relanzar con los jóvenes es su implicación en los asuntos que atañen a la vida y a la humanidad desde la educación. Asistimos perplejos a generaciones de adultos y jóvenes conformistas y resignados que no parecen verse afectados por la situación de millones de seres humanos que apenas sobreviven en todo el planeta, pero tampoco parecen sentirse implicados en la salvaguarda de un planeta que no puede seguir el ritmo frenético de destrucción y saqueo al que está sometido.
Y muchas de las personas que viven con tal desapego su responsabilidad con la humanidad y con el planeta están en edad escolar. Me pregunto qué estarán aprendiendo, quién les estará educando, a qué y para qué.
También es cierto, aunque en un número mucho más limitado, que en nuestras sociedades y comunidades hay muchos jóvenes sensibles a todo lo humano y comprometidos vitalmente con muchas causas cuyo fin es dar vida, promover posibilidades, acompañar, solidarizarse con los últimos, comprometerse con el cuidado de la Creación y desarrollar el talento solidario que late dentro suyo. Y muchos de ellos están también en edad escolar. Me pregunto, igualmente, si sus educadores tendrán algo que ver en su modo de relacionarse con los demás y con el planeta, en su modo de sentir el dolor y la necesidad ajenas y en su compromiso con un mundo que grita de mil modos que o actuamos unidos o nos hundimos todos.
Es verdad que llevamos desde el mes de marzo de 2020 hablando prácticamente de una sola cosa: de la pandemia que nos asola, de sus consecuencias sociales y económicas, de las mutaciones del virus, de las vacunas, de los contagios… pero solo el papa Francisco ha hablado de la necesidad de un Pacto Educativo Global que posibilite, sea cual sea el escenario en el que nos encontremos, en todas partes del mundo, que promueva los valores del cuidado, la paz, la justicia, la bondad, la belleza, la acogida del otro y la fraternidad como parte esencial de la educación que las personas necesitamos para seguir haciendo posible una vida humana digna y objeto de todo tipo de oportunidades de desarrollo y de objetivos educativos comunes. En palabras del papa Francisco, tenemos que trabajar en ello «todos juntos, cada uno como es, pero siempre mirando juntos hacia adelante, hacia esta construcción de una civilización de la armonía, de la unidad, donde no haya lugar para esta virulenta pandemia de la cultura del descarte».
Necesitamos educar a nuestros jóvenes para que sean protagonistas de la transformación que el mundo necesita. La pandemia de la COVID–19 ha vuelto a poner sobre la mesa (aunque a los medios de comunicación no parece interesarles en absoluto esta importante y preocupante noticia) o que se ha denominado como «catástrofe educativa». Cuando todo sigue su curso y cada uno estamos a lo nuestro, lo de los demás ni nos llama la atención ni tan siquiera nos afecta. Pero cuando la humanidad ha tenido que recluirse en sus casas para evitar la propagación del virus, las diferencias y deficiencias educativas, tecnológicas y metodológicas nos han hecho despertar del dulce sueño educativo en el que vivíamos.
Nuestros jóvenes, ¿conocen la situación de otros jóvenes de su edad a lo largo y ancho del planeta? ¿Saben que 10 millones de menores han tenido que abandonar la escuela en este período y que hay más de 250 millones de niños excluidos de cualquier realidad educativa en todo el mundo? ¿Les hemos hecho ver que no todo el mundo tiene en su casa una conexión a internet o un equipo informático personal a disposición para poder seguir una educación a distancia?
Y es que cuando hablamos de educación de los jóvenes hablamos de muchas cosas: de oportunidades, de desarrollo, de saber, de medidas, de humanizar, de dignidad de la persona, de interdependencia mundial, de cuidado de la casa común, de dimensiones, de solidaridad, de hospitalidad, de la lógica del don y de la pertenencia común, de la trascendencia, de itinerarios educativos, de desafíos y emergencias. Y en todo ello nos estamos jugando el presente y el futuro de nuestra Humanidad.
Necesitamos un itinerario integral que salga al encuentro de toda situación deshumanizante y que ayude a nuestros jóvenes a formarse para poder afrontar la tarea y la responsabilidad de transformar el mundo. Necesitamos un Pacto Educativo Global en el que los jóvenes no sean solo los destinatarios sino los protagonistas de todo el proceso educativo.
Un Pacto en el que educar no sea sinónimo de instrucción, ni sea lo mismo que convencer, ni sea un proceso individualista, ni promueva jamás la indiferencia ni el inmovilismo, ni pueda hacerse sin poner a la persona en el centro. Necesitamos un Pacto en el que educar a los jóvenes sea dar al presente la esperanza que rompe el conformismo, sea un acto que invite a la coparticipación, sea humanizar el mundo y la historia, sea una cuestión de amor y de responsabilidad, un antídoto natural del individualismo y la indiferencia y, en definitiva, un poderoso revulsivo para la transformación social.
Necesitamos jóvenes bien educados. Educados para la vida. Educados en libertad para la responsabilidad y el respeto. Educados para la rebeldía fiel a los valores más humanos y humanizadores. Educados para buscar y defender siempre lo más justo, lo más bueno y lo más bello. Educados para expresar a su modo el valor sagrado de la vida, de toda vida, y para comprometerse activamente en la transformación del mundo y el cuidado de la Creación como tareas prioritarias.
Escuchemos el grito de las nuevas generaciones y pongamos lo que sea necesario en marcha para que el poder transformador de la educación cumpla su función. Ojalá nuestra pastoral juvenil forme parte activa de ese Pacto Educativo de modo que nuestros jóvenes disfruten de la vida mientras acceden al conocimiento, aprendan mientras amplían y enriquecen su círculo de relaciones, crezcan mientras se hacen conscientes de las importantes implicaciones de sus acciones y de sus decisiones, sean felices siendo la mejor versión de sí mismos, sepan conjugar todas las formas verbales del cuidar, construyan su proyecto de vida teniendo a Jesús como modelo y Señor, y conozcan las herramientas necesarias para poder involucrarse con competencia y profesionalidad en esa transformación que el mundo necesita.
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