Os presentamos un número de RPJ en el que queremos subrayar la capacidad de la pastoral juvenil para ser una escuela de escucha que invite a los jóvenes al discernimiento, que haga a la Iglesia avanzar, y que aporte a la sociedad jóvenes capaces de entrar en diálogo constructivo para un mundo nuevo que hay que crear entre todos y todas. Avanzamos en la línea de seguir los hilos que el sínodo del 2018 y la exhortación Christus Vivit (ChV) ha despertado.
Cuarenta y cinco veces se hace referencia en la Christus Vivit a la palabra escucha o al verbo escuchar. Pareciera que es uno de los cantus firmus de la exhortación, que además acompaña a una práctica eclesial de escucha y sinodalidad que Francisco ha despertado como proceso dentro de la Iglesia y su discernimiento. Para aquel sínodo del 2018 los jóvenes fueron escuchados, a veces en sus silencios y distanciamientos, otras en sus preguntas y cuestionamientos, y también en sus gritos, desde sus heridas más profundas.
La pérdida de atractivo para los jóvenes quizá resida, en parte, en su falta de capacidad de escucha. Se nos pide en la exhortación «que la Iglesia sea un espacio de diálogo y testimonio de fraternidad que fascine». Se pide que «resuene» la voz de los jóvenes, en un intercambio de dones con la Iglesia, en un contexto de empatía. (ChV 38). La Iglesia que se pone a la defensiva, que pierde la humildad, que deja de escuchar, que no permite que la cuestionen, pierde la juventud y se convierte en un museo incapaz de acoger los sueños de los jóvenes. (ChV 41). Cerrarse a esto nos priva de aporte de los jóvenes a la comunidad, de abrirnos a nuevas sensibilidades y plantearnos preguntas inéditas (ChV 25).
Se habla también de enseñar a los jóvenes a escuchar. En primer lugar, a estremecerse ante la primera verdad de sí mismos: ser infinitamente amados por Dios (ChV 112). También la escucha de Jesús que nos explica las Escrituras (ChV 237). Y, por supuesto, la voz del Espíritu que saca lo mejor de uno, que nos hace no ser fotocopias, sino verdaderamente uno mismo, en nuestro camino a la santidad (ChV 107): se propone invocar ese Espíritu para ser renovados por él (ChV 130–134). Se pide también que aprendan a escuchar las largas narraciones de los ancianos, sus sueños de viejos llenos de experiencia, símbolos, mensajes ocultos (ChV 195). Se propone limpiar los ojos con lágrimas, por el dolor del joven que sufre, escuchando sus situaciones (ChV 75). Se invita a aprovechar los medios tecnológicos para conectarse, hacer una síntesis de lo personal y lo global, pero sin deshumanizar las relaciones (ChV 90). Se anima a escuchar los sueños que movilizan decisiones y proyectan hacia adelante, frente a las lamentaciones (ChV 140–142). Se propone vivir la experiencia del acompañamiento como uno de los mejores modos de escucharse a uno mismo y leer desde ahí la voz de Dios y poder así discernir la propia vida (ChV 291 ss.) Se exhorta a hacerse preguntas no egocéntricas sino aquellas que me sitúan frente al otro, con los otros: ¿para quién soy yo? (ChV 286).
La exhortación cierra con tres importantes consejos para que la escucha del joven en el acompañamiento sea fructífera. Se habla de tres sensibilidades para captar en la escucha tres aspectos: atender a la persona como es, escuchar su discernimiento en la medida en que sea gracia o tentación y, por último, la inclinación del corazón, los impulsos que el joven experimenta hacia adelante. (ChV 292–294).
La conclusión cae por su peso: la actitud de la escucha y el diálogo sincero son condición de posibilidad para la fe, despertador de la vocación, renovación de la Iglesia y aporte urgente a una sociedad que está dejando de escuchar. La propuesta pastoral entre y con jóvenes no puede por tanto soslayar este importante tema que, además, se hace urgente si levantamos la mirada a los nuevos fenómenos sociales que vamos detectando: tertulias que más parecen diálogos de sordos que búsquedas sinceras de soluciones; discursos políticos donde la anulación del otro como otro toma carta de ciudadanía; la indiferencia frente a las diferencias, que lejos de invitar al diálogo simplemente se toleran desde un cómodo relativismo que no me afecta a mis planteamientos ni cuestiona mis actitudes; banalidad en los mensajes que se intercambian en redes sin que calen en las personas ni despierten procesos transformadores; postureo, falsedad y deshumanización en las relaciones meramente virtuales…
Tantas situaciones nos invitan a proponer la centralidad del encuentro con el otro como una prioridad pastoral. ¿Serán nuestros grupos capaces de una escucha activa para la búsqueda común de luces para la vida y el mundo? ¿Serán sus debates ejercicios de diálogo que acepte la diferencia y la reciba como riqueza? ¿Serán la comprensión, el respeto y el perdón los indicadores de calidad humana de nuestro grupo? ¿Cabrán en él la pregunta valiente, la duda que hace avanzar, la crítica que cura? ¿Habrá clínex para las lágrimas, perdón para los errores, ánimo para las profecías? ¿Serán laboratorios de nueva humanidad reconciliada y capaz de generar utopía?
Todos los seres vivos se comunican. Es una de sus funciones vitales: la relación. Pero, sin embargo, somos el único ser del planeta que puede cambiar de opinión, empatizar y transformar su corazón. No como, por ejemplo, las frutas. Se hace raro ver que un limón ha decidido ser un kiwi, es algo imposible. Pero nosotros sí podemos hacerlo… podemos cambiar. ¡Es maravilloso!
El Papa Francisco dice en Gaudete Et Exultate que «solo quien está dispuesto a escuchar tiene la libertad de renunciar a su propio punto de vista». Y así es. No se trata de abandonar nuestra esencia, sino enriquecerla. Requiere voluntad, paciencia y un poco de valentía, pero es algo que nos hace únicos como especie.
Además, se hace especialmente difícil porque vivimos en un mundo en el que las redes sociales y la histeria colectiva hacen muy complicado escuchar y establecer diálogos en condiciones. Y, para más inri, parece que la rapidez es esencial: nos creemos lo primero que nos llega. Pero el diálogo y la escucha necesitan tiempo y cariño, no pueden ser deprisa y corriendo (al igual que escuchar a Dios), y como cristianos tenemos el deber de promoverlos como elementos transformadores de nuestro mundo.
Escuchando, viendo, viviendo, viajando, probando… es decir, conociendo nuevas realidades, tendremos la oportunidad de transformarnos, crecer y aprender. Solo así podremos realmente dialogar con otros de manera constructiva, empática y respetuosa. Si fueras un kiwi, ¿serías capaz de ponerte en la piel de un limón? ¿O te gustaría saber a sandía?
No te niegues ese privilegio. Te lo mereces. Porque #nosomosfrutas.
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