DON’T ASK, DON’T TELL – Ignacio, simpatizante de CRISHOM

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Ignacio, simpatizante de CRISHOM

Soy creyente, colaboro en actividades pastorales dirigidas a jóvenes, soy profesor en un colegio católico y, además, desde mi condición de persona creyente y homosexual, participo de las oraciones y demás actividades de CRISMHOM. La confluencia de todas estas circunstancias hizo que mi amigo Raúl, incansable secretario de CRISMHOM, pensase en mí como candidato a escribir unas líneas para RPJ.

El mensaje que recibí de Raúl me proponía redactar una reflexión para esta revista; a continuación, afirmaba que la misma «llega a muchos agentes pastorales de toda España» (de hecho, yo soy uno de ellos) y me sugería escribir sobre la construcción de la identidad de los jóvenes y, en concreto, acerca de «la falta de referentes adultos cercanos». 

Esta última frase llamó mi atención pues pensé que, si la escasez de referentes adultos creyentes es un problema para nuestros jóvenes, esta falta es un absoluto desierto en el caso de los jóvenes homosexuales.

Una vez leído el mensaje de Raúl, recibido a través de Whatsapp, dejé deliberadamente que quedase en ese limbo de las comunicaciones interrumpidas que tanto desagrada a mis alumnos adolescentes y que ellos denominan dejar «en visto». Efectivamente no le respondí y, esa tarde, mientras mi cabeza buscaba excusas razonables para rechazar el encargo, comprendí que la razón última de mi incomodidad era mi propia incongruencia, las contradicciones propias de mi situación vital, en concreto la de uno de tantos homosexuales que mantiene un perfil discreto, más o menos armarizado, en lo que afecta a su condición sexual. Comprendí también que esas contradicciones no eran únicamente personales, sino que afectan a muchos agentes pastorales y miembros de la Iglesia homosexuales y, en ese sentido, quizá mereciera la pena tratar de compartirlas. 

Inevitablemente vinieron entonces a mi mente esos catequistas, profesores, monjas o sacerdotes que se encuentran en situación similar a la mía; creyentes católicos que trabajamos en el seno de la Iglesia, que tratamos de dar testimonio de fe con nuestro trabajo y nuestras vidas y que somos homosexuales, pero hemos aprendido a dejar ese aspecto de nuestra vida convenientemente recluido en el «armario» de los asuntos privados.

Creo que las personas homosexuales, salvo algunas vergonzantes excepciones en determinadas diócesis, ya no somos virulentamente excluidas ni tampoco expulsadas. La situación hoy es más tranquila, predomina una especie de perfil bajo, tanto en la aceptación como el rechazo. Y los homosexuales católicos participamos de ese perfil bajo, no exigimos la plena aceptación, nos basta con que nos dejen estar, que no nos molesten, a cambio ofrecemos lo mismo, no nos mostramos demasiado explícitos y mantenemos un perfil discreto sobre nuestra orientación sexual. 

En definitiva, a los catequistas, profesores o monjas homosexuales no se nos pregunta sobre nuestra condición sexual y, a su vez, nosotros tratamos de no hablar demasiado de ese «incómodo» detalle de nuestra personalidad. La situación es una especie de «No preguntes, no hables» muy parecida a la conocida política del «Don’t ask, don’t tell» de los militares norteamericanos de los noventa, que guarda similitudes con la de los agentes pastorales católicos. Los actos homosexuales estaban penalizados, de modo que la solución para lograr la inclusión de las personas LGTBI fue mantener la penalización, pero añadir la prohibición para los militares de manifestar públicamente su condición homosexual y la prohibición para los mandos de preguntar o indagar sobre ello. De este modo se mantenía la prohibición formal, pero se abría la puerta a una admisión de hecho, sin necesidad de que el homosexual o bisexual tuviese que mentir sobre su condición. El paralelismo entre la política norteamericana y la política de facto intra eclesial, me parece evidente. La catequista o profesora de religión de turno puede ser lesbiana, y probablemente no será preguntada ni molestada por esta cuestión, pero, si habla con sus catecúmenos o alumnos sobre su experiencia y realidad afectivo-sexual es probable que sufra las consecuencias; y ella a su vez, conocedora y cómplice forzosa de la situación, tampoco se manifestará con claridad y en primera persona sobre su realidad.

Ahora estamos llamados a dar un paso más

El problema es que, a diferencia de los militares americanos, los cristianos y cristianas estamos llamados a dar testimonio. El «Don’t ask, don’t tell» puede parecer una buena solución, pues el silencio es siempre tranquilo, pero no es inocuo, nos priva a todos de los dones que pueden aportar los homosexuales, impide a estos realizar un discernimiento en comunidad sobre sus modelos de vida afectiva y priva a la comunidad de un testimonio público de fe vivido desde la diversidad. En el caso de los agentes pastorales, priva a los jóvenes de la posibilidad de conocer referentes directos de católicos que tratan de integrar sus afectos, su sexualidad y su fe. Esta situación nos impide a los homosexuales dar testimonio de nuestra vida en la fe con verdad y plenitud, y cercena de raíz cualquier opción de ofrecer un testimonio sincero a nuestros jóvenes. 

Mientras permanezcamos en el «Don’t ask, don’t tell», jamás podremos ofrecer a los jóvenes modelos reales y cercanos de vivencias de fe en la diversidad. Pensemos en el joven homosexual que busca referencias de adultos, este silencio supone que le estamos dejando solo, abandonado a su suerte; y la nefasta consecuencia de todo ello será que, probablemente, termine fijando su atención en modelos de personas LGTBI que puedan ser ajenas, cuando no manifiestamente hostiles, a la fe cristiana.

En definitiva, por el bien de nuestros adolescentes y jóvenes, tenemos que encontrar lo antes posible una manera de ofrecer modelos de diversidad afectivo-sexuales reales, palpables, cercanos y visibles. Esta es una responsabilidad que corresponde al conjunto de la Iglesia, pero en la que los agentes pastorales homosexuales nos vemos especialmente interpelados. Y en esta tarea el silencio no ayuda, quizá, al igual que ocurrió en el ejército norteamericano en los noventa, ese silencio haya resultado una adecuada fórmula de transición hacia la integración, pero ya no sirve, ya no es suficiente. Ahora estamos llamados a dar un paso más, a renunciar progresivamente a nuestros armarios para mostrarnos ante nuestros jóvenes con nuestra verdad como creyentes homosexuales. 

Debemos renunciar progresivamente a la comodidad de nuestro silencio, para mostrarnos como referentes, probablemente tan imperfectos como nuestros hermanos y hermanas heterosexuales, pero nuestros jóvenes no buscan referentes perfectos, sino referentes auténticos, honestos y sinceros. 

En conclusión, la tarea es compleja y la responsabilidad es grande. Nuestra inacción está dejando solos a muchos jóvenes en proceso de comprensión y aceptación de su sexualidad.

Hace apenas una semana, un creyente LGTBI manifestaba su preocupación por la cantidad de vocaciones cristianas, incluso vocaciones religiosas de jóvenes LGTBI, que se habrán perdido por nuestra incapacidad como Iglesia de incardinar adecuadamente su realidad. Y no serán ovejas perdidas, serán ovejas descartadas por nuestra inacción y nuestro silencio. 

La tarea es compleja y la responsabilidad es grande