El Papa Francisco, en sus homilías tan cercanas, suele recordar un enemigo de la armonía: el espíritu de chisme. Lo que en un grupo humano crea un ambiente de desconfianza, de recelo, sin paz y con división, es hablar mal de otro, subrayar sus defectos. En conversaciones que uno capta en la calle y en el propio ambiente, abunda la queja y la crítica contra alguien. La culpa del mal la tienen siempre los otros.
Por eso, Jesús es claro: cuando estás fijándote en la mota que efectivamente tiene tu hermano en su ojo, ¿no te das cuenta de la viga que tú tienes en el tuyo? Antes de censurar o de indignarte por el modo de comportarse el otro, haz un poco de autocrítica. Si la haces, probablemente, sin dejar de rechazar el mal, serás más benévolo con la persona que lo comete porque es frágil y limitada como tú.
Es cuestión de bondad: el que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien. En cambio, el que es malo, de la maldad saca el mal. En definitiva, todo lo que dices sobre el otro te retrata a ti para bien y para mal: lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.
En ese mismo sentido, el eminente físico nuclear soviético Andrei Sajarov (1921-1989) decía: “La intolerancia es la angustia de no tener razón”. En otras palabras, ser despiadado con los demás refleja el afán de esconder la propia debilidad.
El teólogo moralista Eduardo López Azpitarte dice que “la persona incapaz de reconciliarse con los elementos negativos que oculta en su interior, ya sea porque no los conoce o porque no quiere aceptarlos de ninguna manera, está imposibilitada también para aceptar esos mismos componentes en las otras personas. El encuentro y la reconciliación con el prójimo comienza, a pesar de las diferencias y limitaciones, cuando el sujeto admite, de una forma comprensiva, benévola y no exenta de humor, la pequeña y limitada realidad que posee, se reconcilia consigo mismo y se abre con cariño y benevolencia hacia el fondo más profundo y negativo de su verdad”.
El menoscabo de la reputación hace daño. Por muy virtuosos que seamos, nos conforta mucho más que se hable bien de nosotros que lo contrario. Que la viga en el propio ojo no ciegue hasta el punto de solo ver y señalar la mota del ajeno.
En aquel tiempo, ponía Jesús a sus discípulos esta comparación: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien cuando termine su aprendizaje será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. (Lc 6, 39-45)
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