Admitir el don
Domingo 30 del tiempo ordinario C
Iñaki Otano
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo: el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. (Luc 18, 9-14).
Es peligroso etiquetar a la gente. La etiqueta de “bueno” que lleva el fariseo le hace sentirse aparentemente seguro: su conciencia no le acusa de nada, cumple escrupulosamente la Ley, e incluso la sobrepasa, puede lucir su religiosidad. Pero es extremadamente autosuficiente, con total ausencia de autocrítica, y desprecia a los que no pueden o no quieren ser como él ni seguir sus pasos. Convierte las oraciones en discursos grandilocuentes faltos de compasión para con el prójimo, pavoneándose ante Dios y ante los hombres. En lugar de suplicar humildemente y pedir por los demás, se ensalza a sí mismo con enumeración de supuestos méritos y fulmina con el pensamiento y con la palabra al que se reconoce pecador.
El publicano se sabe pecador y ni tan siquiera puede prometer cambiar de vida porque, tal como está metido en asuntos turbios, le resulta imposible salir de ellos. Se encuentra en un atolladero sin salida. Le gustaría haber obrado de otra manera, pero su problema es que está totalmente atrapado, sin posibilidad de dejar su trabajo ni de devolver lo que ha robado como recaudador de impuestos. Tampoco tiene grandes palabras para justificarse ante Dios. Simplemente se abandona a su misericordia: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
El Papa Francisco, en una extensa y vivencial entrevista al principio de su pontificado, decía que “el anuncio del amor de salvación de Dios es previo a la obligación moral y religiosa. Hoy parece prevalecer, a veces, el orden al revés”. Expresaba la certeza de la presencia de Dios en la vida de cada uno. Por eso, “aunque la vida de una persona haya sido un desastre, aunque esté deshecha por los vicios, por la droga o por cualquier otra cosa, Dios está en su vida. Podemos y debemos buscarlo en cada vida humana”.
Dios estaba realmente en la vida de aquel pecador puesto que este bajó a su casa justificado, con la seguridad de que Dios le amaba. Sin embargo, el fariseo no bajó justificado. Era fervoroso y cumplidor, pero su arrogancia y soberbia constituían un muro que le imposibilitaba admitir el don.
El fariseo es el clásico tipo que pretende hacer creer que todo lo hace bien, que no tiene ningún defecto y que no se equivoca nunca. Si se le descubre en abrenuncio, se enfada terriblemente y echa siempre la culpa a los otros. Le falta el valor de admitir serenamente sus propios límites, y así arrastra indefinidamente su tristeza interior.