Agradecer
Iñaki Otano
Domingo 28 del tiempo ordinario C
Yendo Jesús camino de Jerusalén pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. (Luc 17, 11-19)
Nos duele el desagradecimiento, incluso aunque el objetivo del servicio prestado no haya sido obtener un “gracias” de la persona beneficiada. Jesús ha actuado desinteresadamente a favor de los diez leprosos, pero eso no impide que le duela el olvido tan rápido por parte de nueve de ellos.
A menudo sucede entre personas que llevan un largo tiempo de relación estrecha: se considera tan normal lo que el otro hace por mí que se convierte en obligación que nunca hay que agradecer. Esa falta de reconocimiento puede ir desgastando a la persona que la sufre, por muy abnegada y desprendida que sea.
El filósofo cristiano Carlos Díaz dice que “a más gratitud, también más júbilo, más alegría y alabanza por todo” y propone “alabar lo alabable, encomiar lo encomiable y encomiástico sin ser alabador, ni inclinado a alabar por alabar, sin ser amigo de alabar(se), jactar(se), hinchar(se), vanagloriar(se), dar(se) bombo o jabón, sin ser alabancioso, pues la vida humilla al jactancioso, que se deja a sí mismo en ridículo”.
A veces humilla indebidamente recibir favores, y lo que tendría que producir gratitud crea rencor más o menos solapado. El célebre filósofo Immanuel Kant (1724-1804) consideraba verosímil “que podamos hacernos un enemigo por los favores que nos haya hecho”. Hay ocasiones en que recibir ayuda lleva más a la irritación que a la alegría agradecida y hace que se responda con malos modos al benefactor. Kant afirmaba también que “otra ingratitud muy común es la del servil que da las gracias para recibir mayores beneficios: diciendo ‘¡gracias!’ piensa ‘¡más!’”.
De todo eso y mucho más somos capaces los seres humanos porque podemos albergar los sentimientos más sublimes y también los más ruines.
Centrándonos en el episodio evangélico, vemos que la gratitud explicitada dignifica y restaura a la persona. Este leproso curado y agradecido recibe el impulso para levantarse y emprender un camino nuevo. Su fe incluía el agradecimiento, y el “gracias” le ha traído la salvación. El creyente es un ser agradecido, y la persona, cuanto más agradecida, más realizada y feliz.
Decir “gracias” o expresar el agradecimiento es una de las mil sencillas maneras posibles de decir “creo”, “confío”, “tú significas mucho para mí”.
La vida, en su origen y en sus múltiples facetas, es un don del Creador, con quien han colaborado y siguen colaborando personas concretas. A Él y a todas ellas necesitamos dar gracias, y así vivir y hacer vivir con alegría.