Responsabilidad y compasión
Iñaki Otano
Domingo 23 del tiempo ordinario C
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: ‘Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar’
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. (Lc 14, 25-33)
“Muchos problemas propios se inflan porque soy el centro de mi propio mundo“ (José Mª Rodríguez Olaizola). Se necesita salir de sí mismo para no asfixiarse de angustia. Se necesita incluso traspasar el propio círculo para no quedar enredado en estériles disputas o rencores domésticos.
Jesús invita a ese desprendimiento llenando la existencia con más inquietudes que la obsesión por la propia vida y el bienestar de los míos.
Resultaría insultante decir esto a quien tiene encima cada día la amenaza del desahucio o la incertidumbre de si podrán comer hoy él y su familia. Lo mismo cabría decir de otras situaciones personales y familiares que hacen imposible eludir la preocupación, a veces angustiosa, por lo más inmediato.
Pero también hay cuestiones que conviene relativizar en cierto modo y posponer para no quedar enterrados en un hoyo sin salida. Posponer a la familia no significa descuidarla y menos ningunearla, pero el cariño por ella hay que hacerlo compatible con la atención a lo que constituye la pasión de Jesús: la vida y el bien de todo ser humano.
Llevar la cruz requiere una doble mirada, hacia dentro y hacia fuera. Hacia dentro, asumiendo las responsabilidades personales, familiares, laborales y ciudadanas, sin rehuir ninguna de ellas con la excusa de otras preocupaciones sociales o filantrópicas. Hacia fuera, abriendo los ojos y el corazón a la compasión para con el cercano y el lejano, siendo capaces de padecer con el que sufre. “Vivimos tan deprisa y tan urgidos a estar siempre pensando en nosotros mismos, nuestros anhelos, alegrías y tristezas, que nos es difícil intentar ponernos en el lugar del otro. Pensar en su vida. Intentar entender sus motivos. Escuchar su historia. Compartir sus sueños”. La Madre Teresa de Calcuta (1910-1997) hacía esta oración: “Oh, Señor, cuando estoy triste, dame alguien a quien consolar”.
Por tanto, llevar la cruz se traduce en luchar por objetivos de fidelidad y solidaridad. En la vida hay que luchar, y, como dice el citado teólogo y sociólogo jesuita Rodríguez Olaizola, “luchas hay muchas. Lo importante es que, cuando te toque pelear, o en esos momentos en que las batallas provocan heridas, no huyas ni te rindas”.
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