Los fariseos y letrados pensaban que había una autoridad externa a la persona que tenía que dictar hasta el detalle de conducta más minucioso. La propia conciencia quedaba anulada por una ley de hierro que no admitía ningún resquicio. Aquello era agobiante y un arma en manos de los que arbitrariamente dominaban las voluntades.
Jesús, por el contrario, enseña que el culto a Dios no puede estar hecho del cumplimiento puramente externo de unas normas sin alma ni corazón.
Un principio básico de la moral católica es que, si un comportamiento resulta inadmisible no es porque esté prohibido, sino que está prohibido por su carácter destructor para el hombre. Santo Tomás de Aquino decía que “el que evita el mal no por ser mal, sino porque está mandado, no es libre; pero quien lo evita por ser un mal, ése es libre”.
Jesús se empeña en humanizar la vida de las personas. De nada que deshumanice, que haga daño a la persona, podrá decirse que lo manda el evangelio. Cuando en alguna ocasión surge en nosotros la duda de si determinada conducta agradará a Dios, podemos estar seguros de que agrada a Dios si contribuye al bien profundo de la persona.
A veces ese bien profundo puede exigir la renuncia a lo que superficialmente parece un bien pero que está impidiendo la auténtica realización propia y la de los otros.
Las normas deben ayudar a clarificar el camino del bien y a buscar la verdadera libertad. Si lo único que hacen es añadir nuevas cargas sin una visión humanizante, están muy lejos del evangelio.
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