Lectura de la profecía de Ezequiel (33,7-9):
Así dice el Señor: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: «¡Malvado, eres reo de muerte!», y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.»
Lectura del santo evangelio según san Mateo (18,15-20):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»
Pero… ¿Cómo? ¿No basta con ser bueno uno? ¿Encima hay que conseguir que los demás también lo sean?
Pues eso sí que es difícil. Mira que yo puedo responder de mis actos (y no siempre, que hay veces que no hago lo que quiero, y hago lo que no quiero… que creo que a San Pablo le pasaba lo mismo).
Resulta que la primera lectura y el evangelio de este domingo se han confabulado para insistirnos en que, si queremos salvar nuestra vida (o sea ser plenos y completos, satisfechos y autorrealizados, actualizados y felices), tenemos que cuidar de lo que hacen los demás.
La verdad es que, si lo pienso bien, es una de las muchas enseñanzas que el Covid19 me ha traído: no basta que yo haga bien las cosas, las tenemos que hacer todos y todas. Y eso también depende en parte de mí. Me cuentan por ahí que a este texto del evangelio se le llama el de la «corrección fraterna». Viene a ser algo así como que yo no puedo dejar que mi hermano o hermana se de cabezazos contra la pared a riesgo de romperse la crisma, y menos aún que haga daño a otros, que suele ser la consecuencia más normal de nuestros desaciertos. Si de verdad lo siento como un hermano o hermana, a él y al resto de la humanidad, no puedo quedarme de brazos cruzados.
No estamos muy acostumbrados a esto de la corrección fraterna. Es más fácil pasar, hacerse el loco, como que no he visto. A veces argumentamos con la famosa «tolerancia» para defender un individualismo rampante bastante egoísta, porque no me quiero complicar la vida. Con la excusa de que cada uno es cada uno, y allá con sus cadaunadas, nos encerramos en lo que pensamos que sí es de nuestra incumbencia (nuestros trabajos y responsabilidades) y dejamos de ayudar a los demás a hacer las suyas o las que nos afectan a todos (por ejemplo, cuidarnos en la pandemia). No nos gusta ser polimalo. A veces ni siquiera polibueno.
Desde luego que para hacer bien la corrección fraterna hace falta mucha mano izquierda: ciertamente otro argumento para no hacerla es la supuesta reacción del otro. Nos imaginamos cómo se pondrá a la defensiva con frases como ¿y quién eres tú para decirme eso? o ¿por qué te metes en mis asuntos?, o peor aún ese famoso ¡y tú más!, que los latinos llamaban argumento ad homine, porque va contra tu persona y no contra aquello de lo que se le corrige. Vamos, que nos da miedo que se pueda romper el vínculo que tenemos con esa persona. Para hacer bien la corrección hay que superar ese miedillo, y eso sólo se hace con mucho cariño a la persona: porque la quiero mucho, voy a entrar de frente al tema, aunque duela.
Luego vendrán las palabras adecuadas. Algunas orientaciones pueden ayudarnos a elegir las palabras correctas: por ejemplo, que se corrige la conducta, no a la persona, que sigue siendo digna de todo el respeto y el amor haya hecho lo que haya hecho; así que sobran los calificativos a la persona. Conviene acompañar lo malo de lo bueno que también esa persona habrá hecho, que un poco de jabón ayuda mucho a un mejor afeitado. Por supuesto, muchas dosis de empatía, de intentar comprender por qué la persona hizo lo que hizo. Y recuerda que, en cualquier conversación personal delicada como lo es una corrección, es más importante escuchar que hablar, por lo que valdrán más las preguntas que las acusaciones, la petición de explicación ante unos hechos presentados del modo lo más objetivo posible, antes que el juicio de valor según tus criterios. También diremos que seguramente la persona tenga criterios diferentes a los tuyos, y pueda ser buen momento para contrastarlos con los tuyos, pero siempre que no suene a descalificación ni prepotencia. Terminar con un agradecimiento porque la conversación haya podido darse, aún con las dificultades que haya tenido, será un buen modo de fortalecer el vínculo.
Pero que es importante hacerlo, ni duda. Voy a terminar con un cuento que viene a cuento, porque nos invita a pensar lo beneficioso que es, incluso para uno mismo, que los demás hagan bien las cosas.
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