DIVINAS
Mª Ángeles López Romero
@Papasblandiblup
Locas. Brujas. Poseídas. Pecadoras.
Hasta las santas, las místicas, las discípulas, las doctoras de la Iglesia han tenido que soportar esas descalificaciones y sambenitos a lo largo de la historia.
Locas por dar prioridad al amor, por tener un discurso crítico, por querer pensar por sí mismas.
Brujas por reír y cantar y bailar, por desafiar al orden establecido o relacionarse con otras mujeres en actitud sororal.
Poseídas por mostrar abiertamente nuestra inteligencia o nuestra capacidad de pensar, inventar, transformar.
Pecadoras u objeto de pecado. Como María de Magdala. Tal que si tuviéramos que ser perfectas para ser consideradas; frente a los hombres, a los que se les permite ser humanos.
Las mujeres hemos soportado los prejuicios, la imposición del silencio y la invisibilidad. Cuando no la cosificación, la explotación, la violencia estructural. En la sociedad y en la Iglesia. Nada que no sepamos. Y, sin embargo, lo sorprendente es que esa «tendencia» se mantenga prácticamente inalterable en el tiempo, siglo a siglo, y alcance hasta nuestros días.
Que al llegar la pandemia las mujeres hayamos sufrido como nadie el desempleo, la precariedad y la pobreza. Que hayamos soportado la mayor carga del cuidado de los niños, los ancianos, los enfermos, el hogar, a costa de nuestro tiempo libre, nuestros empleos, nuestra salud física y mental. Que casi hayamos desaparecido de los medios como fuente de información científica o popular.
Que, de puertas adentro de la Iglesia, saludemos como un milagro el nombramiento de la primera ¡y única! mujer con derecho a voto en el sínodo mientras se nos llena la boca de renovación sinodal.
Así que no puedo evitar preguntarme una y otra vez por qué, en la Iglesia de Jesús, que se rodeara de mujeres y compartiera con ellas su misión, que se manifestó a ellas en su Resurrección y depositó en sus manos la confianza de transmitir la Buena Noticia, sigue ocurriendo que somos consideradas de segunda categoría.
Y estos días he obtenido la que probablemente sea la respuesta. Estaba ahí: agazapada entre las grandes noticias sobre política, elecciones y pandemia. Camuflada en forma de polémica artística: la representación de Dios en las nuevas puertas de la catedral de Burgos como un señor mayor y barbudo, sospechosamente parecido además al escultor. Porque tantas representaciones masculinizadas de Dios han transmitido durante siglos la sibilina idea de que las mujeres no lo albergamos en nuestro interior, no lo representamos, no somos la expresión misma de su presencia.
¿Pero cómo se nos ocurre la alocada idea de atribuirle sexo a Dios? Como sabemos, muchas místicas y también algunos místicos han llamado a Dios «Madre nuestra». Y los textos proféticos dicen de Él, por ejemplo, que es «una osa a quien le quitan los cachorros», «una polilla», o una «carcoma». Porque, como recuerda la religiosa del Sagrado Corazón M.ª José Arana, «Dios, al encarnarse, asumió la Humanidad en su totalidad, femenina y masculina. Podemos descubrirlo en todo ser humano, decir con entera verdad que el “rostro de Dios” toma colores diferentes y asume rasgos que hasta ahora nos eran desconocidos. Dios es inagotable, tiene “mil nombres” y sus manifestaciones sobrepasan el Mundo».
Lástima que haya que recordarlo. Pero, sobre todo, terrible que la consecuencia de su representación sesgada sea más discriminación, más silencio y más violencia. Y que tantas y tantas mujeres divinas hayan creído que, precisamente por serlo, eran locas, brujas, poseídas o pecadoras.
Suerte que, en este tiempo de Pascua, sabemos que nadie puede poner puertas de acceso reservado a la resurrección.
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