DIMISIONES Descarga aquí el artículo en PDF
M.ª Ángeles López Romero
Porque nos da pudor, vergüenza. Porque nos parecen demasiado pequeños para hablar de esas cosas. Porque les vamos a dar ideas que aún no tienen. Porque de eso ya se ocupan en la escuela. O en casa. O porque es tan natural como la vida misma y desde que el mundo es mundo no ha hecho falta libro de instrucciones.
Por una o por otra razón, lo cierto es que los adultos hemos dimitido de nuestras responsabilidades en materia de educación afectivo-sexual. Hubo un tiempo en que muchos se escandalizaron de que se le hiciera un hueco en las escuelas. ¡O en las parroquias conciliares! Como si existiera un lugar más seguro para hablar de cualquier cosa, incluso el sexo, que un aula o una iglesia. Y pasó también el de aquellos libros que compraron los padres y madres de la Transición, que querían ser modernos, pero aún no sabían cómo. Hasta caducó el «Póntelo, pónselo».
Pasó su tiempo, pero no llegaron sustitutos para relevarlos. Y el vacío que dejaron esos padres y madres, esos planes de estudio o esas campañas informativas lo fue ocupando, sin que casi nos diéramos cuenta, un monstruo hambriento y destructivo que lo va arrasando todo: el respeto por uno mismo y por el otro, la libertad de decir no, el deseo sano, la oportunidad de descubrir y aprender y admirarse y crecer desde la propia experiencia personal.
Ese monstruo tiene un nombre: pornografía. Se aloja en los rincones más recónditos y asoma sus fauces cuando menos te lo esperas, para atraparte y devorarte. No solo a los menores de edad: el monstruo no entiende de edades. Más bien se nutre de esos adultos que piensan que ver porno forma parte del ejercicio de la libertad.
No se lo hemos contado a nuestros hijos e hijas, a nuestro alumnado, no les hemos advertido que viene este otro coco. Hemos pensado que era irrelevante, pasajero, fugaz. Pero no es así. Adolescentes cada vez más jóvenes acceden a contenido inapropiado para ellos. Y creen estar descubriendo en esas imágenes de dominación y violencia lo que es el sexo.
La pornografía sale entonces de su cueva y ocupa el espacio que hemos dejado vacío en nuestro hogar familiar. Se sienta en la silla de la maestra y del catequista. Se apropia los términos. Y arrasa con todo. Destruye la magia de las primeras veces y expulsa al amor de la habitación.
Niños y niñas están accediendo a contenidos pornográficos en estos momentos. Creyendo que la cultura de la violación es la norma. Pensando que una chica es un objeto que está para ser usado y violentado, sin derecho a desear o decidir. Porque nosotros hemos decidido quedarnos sentados. Porque sigue revoloteando en el mundo católico esa idea absurda de que el cuerpo –divino cuerpo humano– es malo y el sexo –divino sexo– un pecado. Así que dimitimos de nuestra obligación de contarles que el sexo es expresión del amor y mostrarles que no hay amor sin respeto, empatía y comprensión.
Y se vuelve a repetir la fórmula dimisionaria: Porque nos da pudor, vergüenza. Porque nos parecen demasiado pequeños para hablar de esas cosas. Porque les vamos a dar ideas que aún no tienen. Porque de eso ya se ocupan en la escuela. O en casa. O porque es tan natural como la vida misma y desde que el mundo es mundo no ha hecho falta libro de instrucciones. Pero qué equivocados estamos. Casi deberían manifestarse nuestros jóvenes gritando: «adultos, dimisión».
Los adultos hemos dimitido de nuestras responsabilidades en materia de educación afectivo-sexual.