DIÁLOGO PARA UNA IGLESIA SINODAL Y EVANGELIZADORA
Ángel Fernández Lázaro
angelfernandezlazaro@gmail.com
No corren tiempos propicios para el diálogo y la cultura del encuentro.
Vivimos en un mundo paradójico en el que la relación e interconexión entre personas e instituciones es cada vez mayor y más evidente, al tiempo que crecen el individualismo y la indiferencia. Mientras el acceso a la información se ha democratizado hasta niveles nunca conocidos en la historia de la humanidad, aumentan la desinformación y la desconfianza, y una preocupante fractura amenaza a nuestra sociedad cada vez más polarizada. En general, el debate público no favorece la escucha serena y atenta ni el intercambio constructivo de ideas. Tampoco abundan los consensos ni los acuerdos, y a menudo parece que las personas particulares nos contagiemos con demasiada facilidad de este ambiente nocivo en nuestras relaciones cotidianas. En pleno siglo XXI, en una era de tremendos avances técnicos, de la comunicación y la salud, una guerra en las mismas puertas de Europa nos recuerda la fragilidad de nuestras estructuras democráticas y de los logros sociales alcanzados en el último siglo.
Por todo ello, creemos que es más necesario que nunca apostar por el diálogo como una clave irrenunciable para una Iglesia que debe ser signo visible del reino de Dios entre los hombres y mujeres de su tiempo. Además, en una Iglesia que quiere ser cada vez más sinodal, el diálogo no solo constituye una vía necesaria e inexcusable para realizar dicha sinodalidad, sino que supone además una actitud básica para la construcción de la paz, la búsqueda de la verdad y el compromiso con la justicia.
El diálogo como actitud propia del cristiano
Apelar al diálogo para la construcción de un mundo mejor no es una postura interesada ni un buenismo absurdo. Al contrario, el diálogo es una actitud propia del cristiano que surge de la misma experiencia del Dios que nos presenta Jesús. Los primeros cristianos, aquellos que conocieron a Jesús, lo siguieron y tuvieron la suerte de vivir junto a él la experiencia del reino, y también aquellos que acogían el testimonio de los primeros, lo creían y trataban de hacerlo vida, así lo entendían.
No en vano, tras la muerte de Jesús y la experiencia pascual, se abren al mundo para transmitir dicha experiencia, a menudo en contextos hostiles, con cosmovisiones muy diferentes de la judía y con enormes diferencias culturales. La capacidad para entrar en diálogo con estos contextos tan diversos, para traducir el mensaje de manera significativa, fue fundamental para que el cristianismo echara raíces y se extendiera en la cultura helenista y romana. Esta apertura es la que encontramos en acontecimientos como Pentecostés o en relatos como el de Pablo en el areópago de Atenas, que son solo dos ejemplos de una constante que recorre todo el libro de los Hechos de los apóstoles. El diálogo se intuye también como una máxima presente en las cartas de Pablo, no solo como una manera de evangelizar del apóstol, sino sobre todo como el camino mediante el cual las propias comunidades intentaban perseverar en la vivencia de la fraternidad en medio de las dificultades que surgían de la pluralidad, la diversidad y las diferencias de ideas y opiniones.
Pero este no es el único argumento para defender el diálogo como actitud propia del cristiano, ni siquiera el más convincente. El diálogo debería ser para el cristiano, más que algo opcional por lo que puede o no apostar, una forma de ser, porque es una consecuencia de nuestra fe en el Dios uno y trino, en el Dios que es comunión de amor. Así, si Dios no es un Dios solitario sino comunitario, y si su vida es comunicación de amor, desde una antropología cristiana podemos afirmar que el ser humano, creado a imagen de Dios, está determinado por su dimensión relacional. La persona se construye en plenitud en relación con los demás. Somos con los otros, somos para los otros. El otro forma parte de mi vida, y en la relación con el otro me construyo a mí mismo. En palabras de Emmanuel Mounier, filósofo cristiano que en el siglo XX acuñó el personalismo, «la concepción misma de la Trinidad aporta la sorprendente idea de un ser supremo en el que dialogan íntimamente tres personas y que es, ya por sí mismo, la negación de la soledad».
Diálogo para la evangelización en la sociedad secularizada
En un mundo en el que el avance de la secularización parece imparable y lo religioso pierde influencia a marchas forzadas, en el que el mensaje cristiano no siempre se entiende y, a menudo, se rechaza, el diálogo aparece también como una oportunidad —tal vez la única— para la evangelización y la relación con la indiferencia.
En efecto, la situación actual parece propicia para que la Iglesia se pregunte, en primer lugar, qué ha hecho y qué ha dejado de hacer para que un mensaje tan atractivo, con tanto potencial humanizador como el del Evangelio, sea percibido por nuestro mundo con tanta frialdad. Pero también es un buen momento para buscar con creatividad qué lenguajes debemos utilizar, qué nuevos espacios de encuentro podemos generar, a qué fronteras debemos acudir, en qué ámbitos podemos hacernos presentes para seguir proponiendo la buena noticia de Jesús.
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Ambas cuestiones, la de la propia conversión y la de la salida al encuentro del otro con creatividad, exigirán de nosotros humildad, respeto de la diferencia, escucha atenta, deseo de reconocer lo que hay de verdad en el otro, capacidad de transmitir nuestra propia sabiduría con alegría y serenidad, deseo sincero de caminar juntos y capacidad de diálogo.
En el mundo plural, secularizado e indiferente, presentar a Dios como lo absolutamente trascendente, como aquello de lo que se puede tener experiencia, pero al que no se puede encerrar ni atrapar, más que como aquello que se puede poseer y definir con nuestras pobres y limitadas palabras, y presentar la fe como búsqueda del Misterio, más que como certezas y seguridades a las que aferrarnos acríticamente o que se deben imponer, nos puede ayudar en la tarea de evangelizar. Ambas posturas son más sencillas desde la actitud dialogante de quien busca junto al otro la verdad que desde la sorda seguridad del que se cree ya en posesión de la misma.
Diálogo para la transformación social
La llamada al diálogo y la cultura del encuentro está siendo también una de las constantes del papado de Francisco. No es casualidad que dedique todo un capítulo de su encíclica Fratelli Tutti a la cuestión del diálogo y la amistad social, en las que emplea las siguientes palabras para expresar su importancia: «No hace falta decir para qué sirve el diálogo. Me basta pensar qué sería del mundo sin el diálogo paciente de tantas personas generosas que han mantenido unidas a familias y a comunidades. El diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y conflictos, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podamos darnos cuenta».
Muchos compartimos esta convicción. En la ambigüedad de la realidad, frente a la división, la violencia en todas sus formas, la búsqueda de intereses individuales, la cerrazón, el individualismo, el aislamiento o la indiferencia, existen personas de buena voluntad que promueven el entendimiento, buscan el encuentro y no tienen miedo de caminar junto al diferente. Estas personas hacen más habitable el mundo, más amable la realidad, y su actitud dialogante y conciliadora posibilita la construcción de una sociedad más pacífica y justa en lo cotidiano, en los pequeños espacios y oportunidades en los que se juega el día a día.
Que esta manera de ser y de estar en el mundo se convierta en costumbre, que se generalice y vaya impregnando la vida de familias y comunidades, instituciones y sociedades, no es tarea fácil en absoluto y no depende solo de nosotros. Pero eso no resta ni un ápice de valor a la opción de quienes queremos escoger este camino, ni nos libera de nuestra responsabilidad personal a la hora de decidir en qué nos queremos jugar la vida y de qué manera queremos hacerlo.
Hoy especialmente, creemos que el Espíritu nos llama a crear lazos, generar vínculos y tender puentes. En un mundo polarizado y atrincherado, creemos que una espiritualidad en apertura y diálogo es necesaria y profética, y hacemos nuestras las palabras del papa Francisco cuando afirma que «en el nombre de Dios, asumimos la cultura del diálogo como camino, la colaboración común como conducta, el conocimiento recíproco como método y criterio».
Existen personas de buena voluntad que promueven el entendimiento, buscan el encuentro y no tienen miedo de caminar junto al diferente
Creemos que el Espíritu nos llama a crear lazos, generar vínculos y tender puentes
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