Fernando Negro
La ansiedad es efecto de experiencias acumuladas, no bien procesadas, que producen un manantial de energía estresante con un fuerte potencial de inseguridad y falta de criterio racional para tomar decisiones. En cierto modo, la ansiedad es como un virus que intercepta nuestra capacidad cognitiva, que esencialmente consiste en reflexionar, asimilar y decidir.
Cuando estamos ansiosos, perdemos objetividad, pues el dolor emocional enturbia las aguas del pensamiento libre y bondadoso. Tendemos a paliar el dolor por medio de decisiones u opciones que, bajo apariencia de ´solución´, son subterfugios pasajeros, tales como las adicciones, los comportamientos neuróticos, el voluntarismo a ultranza, el perfeccionismo fundamentalista, etc.
Por eso te invito a que aprendas a gestionar la ansiedad tomando distancia emocional acerca de aquello que te aprisiona. La ansiedad es el miedo sin causa, elevado a niveles que, si no los administramos adecuadamente, se elevan al infinito.
La ansiedad como estado o actitud permanente, no es buena. Estamos hechos para una cierta tensión interior que nos anime a vivir en plenitud. Pero cuando esa tensión nos quita la paz y se convierte en el detonante para la autodestrucción propia, de proyectos de vida, de personas, etc., hemos de tomar decisiones drásticas en dirección contraria.
Desde el punto de vista espiritual, la ansiedad no es fruto del Espíritu de Dios, sino del espíritu del Maligno que quiere apartarnos de la imagen divina que llevamos dentro. Por eso hay que estar muy atentos, estar despiertos y dispuestos a enmendar la dirección equivocada, con la fuerza del Espíritu Santo. San Pablo nos dice cuáles son exactamente los frutos del Espíritu: ¨Pero los frutos del Espíritu son amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio.¨[1]
Cuando nos dirige esa voz invisible, pero real, que habita dentro del corazón, nos dejamos amar por Él y, poco a poco, todo nuestro ser se va convirtiendo en icono visible de una realidad que es más grande que nosotros mismos. No es que esa realidad (la imagen divina) opaque lo que somos, sino que lo potencia y embellece, lo hace madurar en un proceso ascendente sin límites.
Recuerda y aprende que la gratitud, la acción de gracias, siempre y en todo lugar, nos sana del resentimiento y de la culpa. La gratitud nos levanta del polvo de nuestra miseria, y nos encumbra por encima de nuestras limitaciones. La gratitud –que no se basa precisamente en sentimientos más o menos agradables- me libera de la culpa, me hace más grande que quienes me hirieron; por eso ya no puedo más que perdonar.
Te dejo con este bello pensamiento: ¨No consultes tus miedos, sino tus esperanzas y tus sueños. No te centres en tus frustraciones, sino en tu potencial aún no descubierto. No te preocupes por haber fracasado en tus luchas, sino lucha por lo que todavía puedes hacer.¨[2]
[1] Gal 5, 22-23
[2] Papa San Juan XXIII (1881-1963)