Fernando Negro
Hay quienes buscan la felicidad y quienes la crean y la comparten. Los primeros corren el riesgo de hacer depender su felicidad de circunstancias, personas, ligares, actividades, etc. De esa forma se convierten en siervos de un algo externo, a modo de barita mágica, que les hace sentirse en permanente estado de exilio de sí mismos.
Quienes crean felicidad son agentes conectados con el ser profundo donde habita el manantial de la felicidad que coincide con la auto-aceptación y auto-integración desde la que dimana ese estado de serenidad al que llamamos “felicidad”. Este tipo de personas no maldicen a las circunstancias externas ni a las personas, tampoco a los acontecimientos, agradables o desagradables. Han llegado a la conclusión de que ellos son la felicidad.
Personas de este calibre han descubierto que su libertad consiste en amar y que amando se enchancha su capacidad de libertad, contagiando un no-sé-qué-que-queda-balbuciendo en sus relaciones con los demás. Personas así han encontrado en centro de gravedad de sus vidas, el tesoro más hermoso que es la felicidad no como punto de llegada sino como punto de partida, como don que necesariamente debe compartirse, pues llegan a la conclusión de que es una vergüenza ser felices a solas.
Charles de Foucauld, mujeriego y bebedor en un tiempo, al encontrarse con Dios en una experiencia de soledad a solas en una iglesia, cambió radicalmente de vida y compartió su vida entre los habitantes del desierto del Sahara hasta el fin de sus días. Suya es esta bella oración que transcribo para ayuda nuestra:
Padre, me pongo en tus manos
Haz de mí lo que quieras,
Sea lo que sea, te doy las gracias,
Estoy dispuesto a todo.
Lo acepto todo
Con tal que tu voluntad,
Se cumpla en mí
Y en todas tus criaturas.
No deseo más, Padre,
Te confío mi alma,
Te la doy con todo mi amor
Porque te amo
Y necesito darme
Ponerme en tus manos,
Sin limitación, sin medida,
Con una confianza infinita,
Porque Tú eres mi Padre.
Teresa de Calcuta, la santa de los suburbios donde vivían los más pobre entre los pobres, tuvo. una experiencia de llamada profunda a compartir la felicidad de Dios entre los indeseables. En una ocasión, viajando en tren a Darjeleen, Teresa sintió una llamada muy especial, algo que ella misma y sus directores espirituales llamarán “una llamada dentro de la llamada” dentro de su vocación a la vida religiosa, a comprometerse más a fondo en la experiencia de Dios y en el servicio a los más pobres entre los pobres. Más tarde ella dirá: “fue en ese tren donde yo escuché la llamada a dejarlo todo y a seguirle a Él en los suburbios, a servirle a Él en los más pobres de los pobres”. Esta llamada especial, este kairos, tuvo lugar exactamente el 10 de septiembre de 1946.
¿Cómo fue aquella llamada? No se trató de algo externamente exuberante ni fantástico. Fue una experiencia del amor de Dios en medio de aquel panorama de miseria mientras una voz repetía incesantemente: “¿Harás algo por ellos? ¿Lo harás por Mí?” Esto nos recuerda inmediatamente a nuestro Santo Fundador San José de Calasanz que, aún siendo un buen sacerdote, también sintió una segunda llamada cuando contemplando la situación de los niños abandonados en las calles de la Roma del siglo XVI, escuchó la voz de Jesús diciéndole: “José, mira y sé el padre de estos muchachos”. Ambos dijeron que sí.
Esa misteriosa voz le dejó una profunda marca; Madre Teresa pidió ayuda a un Jesuita, P. Neuner, que supo guiarla y, al cabo de un tiempo le dijo que si era voz de Dios, seguiría persistentemente golpeando a la puerta de su corazón. Le dio el consejo de olvidarse totalmente del asunto y ponerlo en las manos de Dios continuando su servicio como una buena hermana de Loreto, congregación a la que ya pertenecía. Así lo hizo pero la llamada se hacía cada vez más urgente y fascinante. Meses después expuso su situación de nuevo al director espiritual quien llegó a la conclusión de que era realmente la voz de Dios. Le dio permiso para dirigirse al Arzobispo de Calcuta, Monseñor Ferdinand Perier, quien acogió el asunto con cariño aunque a su vez fue lento en el proceso de discernimiento hasta llegar a la seguridad plena. Teresa insistía una y otra vez clamando que era la voz de Dios llamándole a dejar la Congregación de Loreto para hacer algo más radical por los más pobres en Calcuta.
Finalmente el Arzobispo informó a la Santa Sede y tras algunos contactos con sus Madres Provincial y General, Teresa abandonó el Colegio de Loreto en Calcuta y se fue a las calles con unas pocas rupias en el bolsillo como su único tesoro. Comenzó a visitar los agujeros oscuros y las casas rotas donde vivían los pobres de Calcuta. Ella comprendió desde el principio que era Jesús quien la invitaba: “¡Ven y sé mi luz!”. Sí, Él la llamaba a la misión de ser la luz de los abandonados en Calcuta.
Ésta fue su oración esencial: “Jesús, Tú eres el amor de mi corazón, deseo sufrir lo que sufro y todo lo que Tú quieras que sufra, por puro amor de ti y no por los méritos que yo pueda ganar ni por el premio que me has prometido; solamente por agradarte y por bendecirte tanto en la tristeza como en la alegría”. Esta oración, aunque no es suya, se convirtió en terreno fértil donde su vida quedó sembrada y dio fruto abundante.
Es bueno que nos preguntemos si somos consumidores de felicidad o productores de la misma, si somos esclavos de las circunstancias o artistas que en medio de las circunstancias más abominables, desatamos rayos de luz y de felicidad por doquier.