DÍA 90 – Fernando Negro

Llegamos por fin a la meta prometida. Hoy acabamos nuestra andadura de crecimiento según las pautas almacenadas en este escrito, pero la verdad es que la vida de cada persona es una peregrinación sagrada que nunca acaba, hasta el día en que por fin nos encontramos abrazados por el Amor que no tiene límites.

Es hora de salir afuera desde el centro de nuestro ser; salir a las periferias con la intención de ser sanadores a pesar de nuestras heridas. Es hora de compartir lo mucho que hemos recibido aunque nos sintamos eternos mendigos de amor y cercanía. Todo lo que compartimos no se agota ni se extingue. Como la energía física, el amor se transforma, se multiplica y nos transforma.

Es verdad que la obra de arte que somos cada uno de nosotros no está terminada. La fuerza del Espíritu sigue su trabajo creador desde dentro de nosotros mismos. Una cosa es cierta: ayudamos al Espíritu en su trabajo cada vez que nos hacemos disponibles para que otros se beneficien de lo que nosotros ya estamos gozando.

Un gran hombre, bien integrado, –Francisco de Asís-  nos enseña cómo hacerlo de manera admirable, en el siguiente texto:

“Pero, dónde comenzar, padre. Dímelo. Preguntó Tancredo.

  • La cosa más urgente, dijo Francisco, es desear tener el espíritu del Señor. Él solo puede hacernos buenos, profundamente buenos, con la bondad que es una sola cosa con nuestro ser más profundo.

Se calló un instante y después volvió a decir:

  • Que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo’.

‘El Señor nos ha enviado a evangelizar a los hombres. Pero piensa por un momento lo que es evangelizar. Mira, evangelizar a un hombre es decirle: ‘Tú también eres amado en el Señor Jesús. Y no sólo decírselo sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo sino portarse con este hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de lo que él pensaba y que se despierte así una nueva consciencia de sí. Eso es anunciarle la buena nueva y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad; una amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y estima profundas. Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso, sobre todo, que al ir hacia ellos no aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias ni desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos. Es nuestra amistad lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo.”

… El sol había caído detrás de los montes y bruscamente había refrescado el aire, el viento se había levantado y sacudía los árboles, era ya casi de noche y se oía subir de todas partes el canto ininterrumpido de las cigarras”.[1]

[1] Eloi Leclerq, ‘Sabiduría de un pobre’, ed. Morova, Madrid, 1987, pp. 163-164.