Hemos dicho repetidamente que Dios es el mejor aliado de nuestro crecimiento. Si esto es así, entonces ¿por qué reside una aversión casi visceral en la mente de tantas personas en relación a la idea o la imagen de Dios? La respuesta es simple: porque la imagen divina que han interiorizado a lo largo de las etapas de su vida ha creado en ellos una percepción de Dios distorsionada y dañina, como si fuera su enemigo y contrincante. Por eso hay que comenzar por identificar las falsas imágenes que todos hayamos podido almacenar en el inconsciente, desactivarlas y sustituirlas por la auténtica imagen que se nos revela en Jesús Resucitado, el Salvador.
Herederos de la falsa imagen de Dios son los miedos, los sentimientos de culpa, los escrúpulos, el masoquismo destructivo, las obsesiones pseudo-espirituales, el espiritismo, las creencias fetichistas, y un sinnúmero de otras tergiversaciones que influyen en los comportamientos disfuncionales de mucha gente. En el trasfondo de esas variaciones se esconde el denominador común llamado ‘miedo’. El miedo es un componente espiritual o una dimensión que toca la naturaleza espiritual del hombre. Y sólo desde ahí, desde una experiencia espiritual, podremos liberarlo.
“El efecto principal del miedo consiste en levantar una barricada contra el poder del amor y de la fe en Dios. El miedo y la desconfianza en Dios eran para Jesús los grandes enemigos del hombre; baste recordar el episodio de la tempestad calmada, donde Jesús no reprocha a los discípulos su escasa virtud, sino su miedo, para caer en la cuenta de hasta qué punto pretendía con su enseñanza, desde el punto de vista psicológico, alejar al hombre precisamente del miedo.”[1]
Solamente la imagen amable del Dios de Jesucristo que es Padre Amoroso puede liberar al hombre del miedo a Dios.[2] La frase más repetida en la Biblia de parte de Dios es “No tengáis miedo”. Aparece 365 veces, tantas como los días del año. Porque Dios nos lo susurra siempre al oído: “No tengas miedo”. Jesús lo repite constantemente directa o indirectamente, para que poco a poco nos vayamos conectando con la imagen divina que llevamos dentro. Dios no es sólo amor. El miedo nos enjaula. Jesús ha venido a librarnos del temor absurdo que en lugar de ayudarnos a centrarnos en la gratuidad y la espontaneidad, nos conduce a la sospecha y la condena sistemática de nosotros mismos y de los demás. Por eso el mensaje de Jesús nos parece demasiado hermoso para ser verdad. Él quiere que vivamos despiertos. Desea que vivamos para amar, que nos demos cuenta de que del amor salimos, en el amor caminamos y hacia la plenitud del amor nos dirigimos.
[1] P. Ionata, “I guai del perfezionismo religioso”, Cittá Nuova 2 (1990) pp. 44-45. Citado por Giovanni Cucci, SJ, “La Fuerza que Nace de la Debilidad, Aspectos Psicológicos de la Vida Espiritual”, Sal Terrae, Santander, 2, pp. 359-360
[2] “¿Qué decir del concepto Dios? Los cristianos hemos de apearnos de los conceptos de Dios, como los ateos, que en eso nos llevan ventaja. Conceptos, todos podemos tenerlos, con tal de que no los confundamos con la realidad. El concepto de Dios no deja de ser un concepto de una realidad inefable, y si tienes ese concepto, por lo menos, que sea un concepto de un Dios bueno, generoso, magnánimo y llenos de verdadero amor. Pero, por favor, que no sea un concepto tan raquítico que lo convierta en un Dios justiciero, poderoso y vengador. Hagamos por lo menos un Dios más grande y generoso que nosotros.” (Tony de Mello, “Auto-liberación interior”, Ed. Lumen, Argentina, 1999, pp. 209-210).
La imagen que tengo de Dios y de mí mismo alimenta y nutre las opciones fundamentales que tomo en la vida. No es lo mismo, por ejemplo, ser un religioso enseñando en una escuela con la imagen distorsionada de Dios como juez, y de sí mismo como reo, que ser un religioso con una alta autoestima, que confía en la misericordia de Dios como Padre. En el segundo supuesto la acción educativa será agradable y positiva, generadora de amor y vitalidad. He aquí algunas de las imágenes distorsionadas de Dios que pueden habernos influido:
- El dios perfeccionista: implacable con aquellos que no son perfectos.
- El dios sádico: cuya presencia nos aplasta, exigente hasta la sangre.
- El dios negociante: exige obras, guardar la imagen. Mercantilista: doy para que me des.
- El dios intimista: hecho a mi pobre medida, de mi propiedad, a mi semejanza.
- El dios manipulable: a través de los ritos, oraciones, conocimientos esotéricos…
- El dios juez implacable: listo para juzgarnos y condenarnos.
- El dios todopoderoso: lo hacemos responsable de todas las potencias del mal y de los desastres que ocurren.
- El dios de la falsa paz: aunque sea sin justicia. No exige radicalidad. Es el dios del “estado del bienestar”.
La gran revolución sobre el concepto cristiano de Dios consiste en atrevernos a llamarle Abbá, Padre, igual que el niño que se dirige con confianza ilimitada a su padre. Esta enseñanza la hemos recibido de nuestro Salvador Jesucristo. La enseñanza quedó tan firmemente arraigada en las primeras comunidades que Pablo fundó. Él no conoció físicamente al Señor, y sin embargo escribe en la carta a los Romanos: “En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios, son Hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él para ser también glorificados con Él.”[1]
[1] Rm 8, 14-17