En un mundo donde todo se mide desde el valor material, donde las personas son tratadas según el concepto del usar y tirar, hay que levantarse y declarar que la persona es el centro y la medida de todas las cosas, que su valor absoluto reside en su naturaleza que lleva el sello indeleble de su Autor. Y su Autor es el Amor.
La nueva mentalidad que debemos introducir en los corazones es la de que Dios ama la vida de las personas tanto en la juventud como en la vejez. De hecho la vejez no es de ninguna manera el naufragio de la vida, sino la llamada a testimoniar el don de la fidelidad a pesar de las heridas de las batallas de la vida.
Nunca deberemos dejar que nuestra autoestima sea pisoteada por nadie. Somos hijos de la vida y en ella estamos llamados a sentirnos como en nuestra casa, libres y liberados de todo temor.
En la vida social, cuanto más tomamos las precauciones para la seguridad externa, tanto más aumenta el miedo y la ansiedad, que manifiestan la fragilidad y la inseguridad en que se vive. De igual modo, cuando necesitamos revestirnos de máscaras y alimentar ciertas sub-personalidades parásitas, es que nos sentimos amenazados y no hemos superado la fuerza que supone, aunque parezca una aparente contradicción, permanecer en la roca firme de nuestras debilidades y fragilidades.
Teresa de Jesús exorcizó de alguna manera sus miedos con aquel célebre poema que se encontró entre las páginas de su breviario:
Nada te turbe,
nada te espante;
todo se pasa,
Dios no se muda;
la paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Sólo Dios basta.
Cuando nos sentimos pecadores e inadecuados en la presencia de un Dios que es Luz y Claridad sin ocaso, es bueno abandonarse a Él sabiendo que para Él siempre somos importantes y especiales. Cuando sentimos que los demás nos dejan en la estacada, o sentimos el atisbo de una traición, ¡qué bueno abandonarse a Él sabiendo que Él es nuestro refugio!
El aliado número uno de nuestro crecimiento psico-espiritual es Aquel que nos diseñó para la vida y la felicidad, no para la miseria ni la muerte. Habrá momentos en que sintamos que desde dentro hay una herida que supura mientras es sanada. Se trata de la intervención quirúrgica espiritual que Él hace a través de su Espíritu Santo.
Todo esto no es un cuento de ciencia ficción, sino la manera explícita de cómo actúa Él a través de la fe que, a su vez, activa nuestras capacidades para amar como somos amados por Él. La belleza inigualable de su presencia está dentro de nosotros. Buscarla fuera es perder el tiempo y andar despistados, como vagabundos errantes. No somos vagabundos sino peregrinos que saben de dónde vienen y adónde van.
“Aunque existe en mí el deseo de hacer el bien, no puedo; hago lo que no deseo y omito aquello que realmente deseo hacer. Así que no soy yo quien actúa sino el mal que habita en mí. Así que encuentro esta regla: que siempre que quiero hacer el bien, es el mal quien me somete. Dentro de mi corazón amo intensamente la ley de Dios, pero me doy cuenta de que actúa en mí otra ley opuesta. Y ambas están en lucha. Y así me siento dentro de la ley que me somete porque está dentro de mi naturaleza. ¡Qué desgraciado soy! ¿Quién me librará de esta naturaleza inclinada a la muerte? Dios, gracias sean dadas a Él por medio de Cristo Jesús nuestro Señor. Así que con mi mente obedezco la ley de Dios pero en mi naturaleza desordenada obedezco a la ley del pecado.”[1]
[1] Rm 7, 18-21
68 Eclesiastés, 3, 2-8