Vamos a repasar brevemente algunos aspectos importantes a tener en cuenta en el proceso de nuestra integración psico-espiritual. Son conceptos que seguramente han ido apareciendo como semillas esparcidas en todo lo que venimos diciendo, que buscan germinar para dar frutos de vida en abundancia desde nuestro interior.
La ruta de la excelencia, no el camino de la mediocridad: la mayoría de las personas morirán sin haberse dado cuenta de la belleza, la verdad y la bondad que llevan dentro. Muchas veces por temor y otras por la inercia de la vida, nunca se atrevieron ni se atreverán a descubrir el jardín existencial que llevan dentro. A este jardín se llega por medio de la observación, la reflexión, la oración y el deseo hecho fuerza de voluntad.
Vivir, no sobrevivir: cuando los jugadores de fútbol salen a la hierba para vérselas con su contrincante, lo hacen pensando en que la vitoria es posible. Hay personas que, en la mayoría de las ocasiones, se declaran derrotadas sin haber comenzado a luchar. Quien se programa para la derrota acabará derrotado.
Vivir en la alegría: No hemos nacido para la insensatez, para el sufrimiento y el sinsentido. Estamos aquí como parte de un proyecto cósmico que comenzó en la mente de Dios antes de la creación del mundo. Por muy minúscula que parezca nuestra vida, podemos contribuir a la realización de este proyecto de felicidad, si dejamos que el Espíritu de Cristo Resucitado actúe en nosotros.
Guiados por lo esencial: Muchas veces nos fijamos en el árbol y así perdemos la vista de la hermosura del bosque. A fuerza de preocupaciones, de ansiedades y desasosiegos por lo accidental, perdemos de vista lo más importante: AMAR. Sí(,). Amar de corazón a las personas, las circunstancias, los acontecimientos y, sobre todo, amar a Dios.
Decisiones: Solamente cuando ponemos a trabajar la voluntad en la dirección de nuestros mejores sueños, aprendemos a crecer. Las buenas voluntades son solamente, eso, deseos no madurados en el árbol de la voluntad que nos hace persistentes en el bien, la verdad y la bondad. Quien no decide, no crece.
La mirada: Se dice, y con toda la razón, que los ojos son el espejo del alma, que cuando miramos a través de ellos, descubrimos la profundidad del corazón del otro. Para que la mirada esté sana, hay que limpiar primero el cristal del corazón propio, hasta que se convierta en puro amor. Decía Juan de la Cruz que ‘el mirar de Dios es amar’; cuando nos dejamos mirar por Dios, quedamos bañados en su amor, y aprendemos a amar como Él nos ama.
La familia: La familia es el elemento primero y esencial para aprender a vivir amando. Es en medio de ella como aprendemos a relacionarnos los unos con los otros y con Dios. Somos por lo general piedras con muchas aristas que se van suavizando con el roce permanente que supone hacernos cargo de las diferencias de caracteres, de pensamiento, diferencias generacionales, etc. Podemos perderlo todo, pero no hay duda de que al final queda el resultado de que somos familia y lo seguiremos siendo para siempre, a pesar de todos los pesares.
La amistad con A mayúscula: Amistad es una palabra derivada de ‘amor’. Tener un amigo es haber encontrado ese lugar sin límites ni fronteras en el que puedes ser tú mismo delante del amigo o de la amiga sin tener que recubrir tu propio ser con máscaras o patrones de comportamiento aprendidos. Por eso haber encontrado a un amigo es haber encontrado el mayor de los tesoros.
Ser héroes de la claridad: No dejes que tu cerebro sea un basurero donde se acumulan pensamientos mediocres, auto limitadores, oscuros y destructivos. Aprende a ser una persona de mente pura, clara y transparente; una persona con una intención clara en tus propósitos, como la flecha que vuela en libertad hacia la diana. Sé un héroe de la pureza que te ennoblece y alimenta tus sueños de verdad, de bondad y de belleza.
Restablecer una relación rota: En el proceso de las relaciones humanas aparecen siempre las crisis y las meteduras de pata. ¿Quién no ha experimentado esa sensación de haber roto una relación y sentirse culpable de que ello haya pasado? Proponerse restaurar las relaciones familiares, de amistad, de trabajo, etc. es una tarea hermosa que requiere de mucha humildad para comenzar; de mucha paciencia y de una gran dosis de espiritualidad. Lo que no podemos hacer por nuestras propias fuerzas, Dios los hará en nosotros y a través de nosotros con su gracia, si le dejamos actuar.
El secreto de la santidad: Ser santos no es una ilusión ni una aventura inalcanzable. La santidad tiene mucho que ver con la humanidad. Santidad en definitiva no es más que dejar que Dios sea Dios en uno mismo, aceptarnos tal y como somos, y dejarnos hacer por el Espíritu santo. El resultado de este proceso debería ser una humanidad transida desde dentro por la fuerza del amor. El santo no se escapa de la realidad, sino que la transforma mientras él mismo va quedando transformado en el proceso.
Programa de santidad: Claro que la santidad es un proyecto, más que una acción puntual o una programación bien calculada. El programa de la santidad consiste en tener claro el punto de salida, nuestra realidad vulnerable y fragmentada, y nuestro punto de llegada: revestirse de Cristo y tener su misma mente. Todo lo demás será cuestión de apertura permanente a la voz del Espíritu que susurra por doquier lo que más nos conviene según el plan de Dios para nuestra vida concreta.
Ser testigos: El testigo anuncia una sabiduría que da sentido a su vida, proclama aun sin palabras una verdad y una experiencia arraigada en sus entrañas. El testigo no intenta vencer en sus argumentaciones, sino que convence con su manera de ser. Hay maestros que enseñan los conceptos intelectuales o mecánicos de la vida, pero los que de verdad ayudan a que el mundo cambie y sea mejor son los testigos que aparecen como el más claro y convincente argumento de lo que enseñan a los demás. El ideal es que el maestro sea un testigo, y que el testigo aprenda el arte didáctico de los valores que vive.
Vencer la tentación: Las tentaciones no son solamente movimientos que ponen en peligro la integridad de lo que somos y queremos vivir como ideal de vida en relación a la sexualidad. Hay tentaciones o movimientos internos que ponen en peligro nuestra identidad, llevándonos a los acantilados del narcisismo, de la egolatría, el deseo de amontonar, de que todos hablen bien de nosotros, del qué dirán, de quedar dominados por los miedos, etc. Deberemos estar atentos para no caer en la tentación, pidiendo a Dios que permanezcamos de una pieza, sin vender nuestra alma al diablo de las apariencias.
La confesión: Confesarse entra dentro de la dinámica de la transformación. El sacramento de la confesión nos devuelve la alegría de vivir, rompe nuestros sentimientos malsanos de culpabilidad, nos asegura de que Dios nos ha perdonado y ha olvidado para siempre nuestro pecado. Cuando nos confesamos sacramentalmente recobramos una vez más la consciencia de un amor que nunca se fue de nosotros; fuimos nosotros quienes nos apartamos de él. Es la experiencia de volver a casa y sentirse seguro en el cobijo del Padre y el abrazo de los hermanos en la Iglesia.
El orgullo espiritual: El orgullo espiritual consiste en la autoconciencia de perfección ganada a base del trabajo personal. El orgulloso espiritual cae en el pelagianismo, doctrina errónea de los primeros tiempos del cristianismo, según la cual la persona tiene poder para redimirse a sí misma sin necesidad de un salvador. Naturalmente, quienes caen en esta forma desfigurada de pensar caen en considerarlo todo como blanco o negro, bueno o malo. Se olvidan de que lo que realmente me salva es la gracia que actúa en mi debilidad. Es la gracia la que me libera para que pueda salir de las tinieblas y siga avanzando sin descanso hacia la libertad del amor.
La oración constante: Orar es más que ‘hacer oraciones’. Quien se conecta con la realidad asombrosa que llamamos Misterio o Divinidad, comprende que la oración cristiana tiene un componente hermoso de gratuidad: antes de que desee encontrarme con Él, Él ya me ha encontrado. Es Él quien siempre toma la iniciativa y yo quien le respondo. En la oración cristiana no soy yo quien ora, sino Cristo que ora en mí, desde mí, al Padre. Cristo vive en mí por el Espíritu que recibí en el bautismo y que jamás se retirará de dentro de mí.