DÍA 84 – Fernando Negro

A veces caminamos en las tinieblas, avanzando a tientas hacia la luz. En momentos de oscuridad es bueno pensar que gracias a la noche percibimos la existencia de las estrellas, que nos hablan de un espacio infinito por descubrir. Los astrónomos trabajan en la noche porque es precisamente en la oscuridad donde aprecian con mayor precisión la posición de los satélites, los planetas, los sistemas solares y las galaxias.

A nivel espiritual podemos decir que nuestras experiencias de finitud, de fragilidad, de fracaso y de pecado, son la mejor plataforma para descubrir que la espiritualidad es la respuesta a nuestros anhelos infinitos de plenitud. El Dios que es luz sin resquicio de oscuridad, nos atrae irremediablemente, y rompe nuestros miedos, para que aprendamos a confiar en Él.

El proceso personal de crecimiento desde dentro en el que estamos inmersos desde hace cerca de tres meses, nos invita a dejarnos llevar por la intuición esencial de que somos más que lo que creemos, y de que, pase lo que pase, hay siempre un  anhelo insaciable de felicidad infinita que será colmado cuando estemos con Él en el abrazo definitivo de su Amor.

Por el hecho de ser humanos, estamos marcados por el Misterio de una presencia divina que nos hiere y cuya dolencia es dolencia de amor, o mejor, herida de amor que anhela ser sanada. Juan de la Cruz (1542-1591) lo expresa bellamente en esta estrofa de su obra “Llama de Amor Viva”:

¡ Oh cauterio suave !

¡ Oh regalada llaga !

¡ Oh mano blanda !

¡ Oh toque delicado !

que a vida eterna sabe

y toda deuda paga ;

matando, muerte en vida la has trocado.[1]

Y lo vuelve a repetir con tonos lingüísticamente diferentes pero igualmente profundos, en su “Cántico Espiritual”:

Descubre tu presencia,

y máteme tu vista y hermosura;

mira que la dolencia

de amor, que no se cura

sino con la presencia y la figura.[2]

No debemos temer pues a vernos pecadores, vulnerables, heridos e indigentes. Cuando abrazamos nuestra realidad finita e inacabada estamos en cierto modo haciéndonos dignos de recibir el regalo divino de un Amor sin condiciones que nos hace libres para amar. Así lo entendió Agustín de Hipona (354-430), y así lo explica bellamente el Papa Benedicto XVI, en su Audiencia General del 30 de enero de 2008:

“De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.

[1] Juan de la Cruz, “Lama de Amor Viva”, Canción 2

[2] Juan de la Cruz, “Cántico Espiritual”, Canción 11

San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo, misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay que salir fuera —afirma el convertido—; «vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón» (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti».

La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. «Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser» («interior intimo meo et superior summo meo»), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, «tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!» (Confesiones, V, 2, 2).

«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».

¿Cómo resuena todo esto en mi interior? ¿Soy capaz de hacerme preguntas que buscan más allá de lo puramente racional? ¿Cómo respondo de manera existencial a las mismas?