DÍA 78 – Fernando Negro

A veces el optimismo tiene mala prensa, pues se le califica de falta de profundidad vital, de escapismo y frivolidad. Sin embargo la persona optimista sabe que el optimismo nace de una actitud que hay que trabajar a diario, muchas veces a costa de actos de fe en la pequeña y tenue lámpara de diminutas intuiciones que, como las estrellas en la noche, anuncian el claro amanecer.

El optimismo va de la mano con el sentido del humor, del buen humor, queremos decir. Hay quienes piensan que optimismo y buen humor es un derroche de tiempo que podría ser invertido en negocios y tareas que produzcan algo sustancioso. Por eso la tendencia de algunos es a concebir que optimismo sea igual a “vivir en la luna”, desconectado de la realidad.

Pero la verdad es otra: el auténtico optimista capitaliza lo bueno, e incluso lo malo, del pasado “para fortificar su presente y proyectarse con esperanza hacia el futuro.”[1] Pero, claro está, su mundo de valores no coincide exactamente con lo puramente material.

[1] Bernabé Tierno , “Hoy, Aquí y Ahora. Tu única Misión: Ser Feliz”, Booklet, Barcelona, 2013, p. 143

El siguiente relato del libro de “El Principito”[1] nos da la clave:

 

El cuarto planeta estaba ocupado por un hombre de negocios. Este hombre estaba tan abstraído que ni siquiera levantó la cabeza a la llegada del Principito.

− ¡Buenos días! −le dijo éste−. Su cigarro se ha apagado.

− Tres y dos cinco. Cinco y siete doce. Doce y tres quince. ¡Buenos días! Quince y siete veintidós. Veintidós y seis veintiocho. No tengo tiempo de encenderlo. Veintiocho y tres treinta y uno. ¡Uf! Esto suma quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.

− ¿Quinientos millones de qué?

− ¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones de… ya no sé… ¡He trabajado tanto! ¡Yo soy un hombre serio y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco siete…

− ¿Quinientos millones de qué? −Volvió a preguntar el Principito, que nunca en su vida había renunciado a una pregunta una vez que la había formulado.

El hombre de negocios levantó la cabeza:

− Desde hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo me han molestado tres veces. La primera, hace veintidós años, fue por un abejorro que había caído aquí de Dios sabe dónde. Hacía un ruido insoportable y me hizo cometer cuatro errores en una suma. La segunda vez por una crisis de reumatismo, hace once años. Yo no hago ningún ejercicio, pues no tengo tiempo de callejear. Soy un hombre serio. Y la tercera vez… ¡la tercera vez es ésta! Decía, pues, quinientos un millones…

− ¿Millones de qué?

El hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna esperanza de que lo dejaran en paz.

− Millones de esas pequeñas cosas que algunas veces se ven en el cielo.

− ¿Moscas?

− ¡No, cositas que brillan!

− ¿Abejas?

− No. Unas cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no tengo tiempo de desvariar!

− ¡Ah! ¿Estrellas?

− Eso es. Estrellas.

− ¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?

− Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre serio y exacto.

− ¿Y qué haces con esas estrellas? – ¿Que qué hago con ellas?

− Sí

− Nada. Las poseo.

− ¿Que las estrellas son tuyas?

− Sí.

− Yo he visto un rey que…

− Los reyes no poseen nada… Reinan. Es muy diferente.

− ¿Y de qué te sirve poseer las estrellas?

− Me sirve para ser rico.

− ¿Y de qué te sirve ser rico?

− Me sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre.

− ¿Y cómo es posible poseer estrellas?

− ¿De quién son las estrellas? −contestó punzante el hombre de negocios.

− No sé. . . De nadie.

− Entonces son mías, puesto que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea.

-¿Y eso basta?

-Naturalmente. Si te encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si encontraras una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener una idea y la haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías, puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas.

− Eso es verdad –dijo el Principito− ¿y qué haces con ellas?

− Las administro. Las cuento y las recuento una y otra vez−contestó el hombre de negocios. Es algo difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio!

El Principito no quedó del todo satisfecho.

− Si yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al cuello y llevármela. Si soy dueño de una flor, puedo cortarla y llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las estrellas!

− Pero puedo colocarlas en un banco.

− ¿Qué quiere decir eso?

− Quiere decir que escribo en un papel el número de estrellas que tengo y guardo bajo llave en un cajón ese papel.

− ¿Y eso es todo?

− ¡Es suficiente!

«Es divertido», pensó el Principito. «Es incluso bastante poético. Pero no es muy serio».

El Principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de l0s mayores.

− Yo −dijo aún− tengo una flor a la que riego todos los días; poseo tres volcanes a los que deshollino todas las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes  y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas…

El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta. El Principito abandonó aquel planeta.

«Las personas mayores, decididamente, son extraordinarias», se decía a sí mismo con sencillez durante el viaje.

Saquemos las conclusiones pertinentes a través de la lectura de esta sencilla parábola; pero sobre todo aprendamos de la realidad del Evangelio que nos dice: “Por tanto, no os preocupéis por el día de mañana; porque el día de mañana se cuidará de sí mismo. Bástele a cada día sus propios problemas.”[2]

[1] Antoine de Saint-Exupéry,  « El Principito », Salamandra, Madrid, 2008

 

[2] Mt 6, 34