En medio de la alegría de vivir y de crecer, experimentamos el dolor de las heridas y de esa “ausencia” inmensa del Otro con letras mayúsculas, al que llamamos Dios.
La ausencia de Dios en nuestra vida es un dato que, de forma más o menos continuada, todos experimentamos. No es que Dios juegue al escondite para hacernos sentir mal, pues Él es el “siempre presente” cuya morada principal está en cada persona, pues somos su obra de arte por excelencia. ¿En qué consiste pues la ausencia de Dios?
Los místicos nos hablan de la noche oscura, de la ausencia, de ese aparente vacío existencial en el que pareciera que se difuminan las grandes convicciones y se tambalean los cimientos del ser. La experiencia de abandono que tuvo Jesús en la Cruz(,) es significativa en este sentido, pues era a la vez ser humano e Hijo del mismo Dios.
Hablar de ausencia de Dios no es lo mismo que hablar de su desaparición. Se trata más bien de nuestra incapacidad de entender sus senderos, de descifrar el sueño que tiene para cada uno de nosotros desde antes de la creación del mundo.
La ausencia de Dios, la noche oscura, son conceptos que nos hablan de la cercanía de Aquel que es por antonomasia ‘presencia infinita’. San Agustín define a Dios como ‘El Afuera que está dentro’. Por tanto la ausencia o la noche no son más que categorías de nuestra percepción limitada del que es siempre mayor, el Misterio al que llamamos Dios.
El libro bíblico de Ester, del siglo II a.C., habla de la noche profunda del pueblo de Israel en un momento dado, cuando el rey Asuero de Persia estaba dispuesto no solamente a perseguir sino a exterminar al pueblo judío, lo cual supone un precedente de lo que en la primera parte del siglo XX ocurriría con el Nazismo. Ester significa ‘la escondida’, en clara referencia al Dios escondido en aquellos momentos cruciales.
El libro de Ester en ningún momento nombra a Dios, es el gran ausente nominal; y sin embargo todo el relato está como abrazado por la presencia luminosa pero oscurecida en medio de los avatares históricos; y al final vence el Bien.
Algo parecido sucedió con los judíos en tiempos de Hitler. La resistencia de quienes se opusieron al mal, en medio de la aparente noche oscura de la humanidad y de la ausencia de Dios, hizo que finalmente se demostrara que el Bien, el Amor y la Verdad son las que tienen la última palabra, que es la Palabra del Dios de Jesucristo.
Esta experiencia de ausencia divina se da también en nosotros, no precisamente como castigo, sino como incapacidad de adecuar nuestra fragilidad con su fortaleza, nuestra vista con su luz infinita, nuestra ignorancia con su sabiduría sin límites, nuestro pecado con su misericordia sin ocaso.
En esos momentos de ausencia, lejos de tirar la toalla y apartarnos del primer amor, lo que estamos llamados a hacer es alimentar la llama de fuego que ardió en el pasado como claridad, e invocar en la noche la fuerza del aparentemente Ausente. Porque al final brillará su luz.
Ésta fue la experiencia de un judío anónimo que pasó la guerra escondido en una cueva de Colonia y que escribió en una de las paredes de su escondite: “Creo en el sol aunque no brille. Creo en el amor aunque no me rodee. Creo en Dios aunque esté callado.”[1]
Una cosa es experimentar el silencio de Dios, y otra tratar de silenciarlo sistemáticamente. La sociedad occidental ha caído precisamente en la trampa de querer silenciarlo, intentando apagar su voz que nos habla en la conciencia. Pero esa voz, tarde o temprano, será más fuerte que la represión infligida a su nombre. La última palabra le corresponde a su Amor.
[1] Citado en el libro de Sylvie Germain, o.c., p. 160
“Pocos días después de los atentados del 11 de Marzo de 2004 en Madrid, aparecía en los medios de comunicación un padre de origen ecuatoriano, apenado y lloroso. Le habían matado a su hijo todavía muy joven. Me impresionó la actitud del padre ante las cámaras, abrazando en su pecho una cartera azul con los enseres de su hijito en el momento del atentado, el reloj, unos cuadernos… como si ella personalizara el abrazo que ya no podrá dar aquí en la tierra al hijo de sus entrañas. En medio de ese escenario, el padre decía: “Mi hijito era todo lo que yo tenía, él quería ser un artista y por eso nos vinimos a España; quería ayudarle, le estaba dando mi propia vida… pero me lo han matado esos asesinos”. Y mientras decía eso la emoción le subía del corazón hasta la boca.
Pensé que esa escena es perfecta imagen del amor de nuestro Dios para nosotros en su Hijo Jesucristo. Dios se hubiera gozado en que no hubieran matado a su Hijo. Lo envió no para morir en la cruz, sino para que fuera la manifestación perfecta de su amor por cada uno de nosotros, pero el final fue dramático: murió en la Cruz. Ahí estaba el Padre amándonos en el Hijo… La cruz fue consecuencia del amor sin límites; y el amor venció a la muerte. Por eso ocurrió lo inevitable: la Resurrección. Si Jesús hubiera muerto con odio y rencor hacia sus adversarios, la resurrección no hubiera sucedido. La resurrección nos habla del triunfo final del amor.”